viernes, 12 de mayo de 2023

SEXTO DOMINGO DE PASCUA / Evangelio Ciclo "A"

 


EL ESPÍRITU SANTO PROMETIDO


Juan 14,15-21

Nuevamente Jesús habla con un leguaje trinitario al referirse a Dios y al revelarnos a cada una de las tres divinas personas. Nos muestra la novedad de Dios que se hace presente en nosotros de una nueva manera diferente a través de Cristo.

Ya no es el Dios inaccesible y distante, sino que es el Dios que ha venido a quedarse y morar en cada uno de nosotros y en la comunidad cristiana.

Cristo se va, pero no nos deja huérfanos, nos promete el Espíritu Santo que nos aporta una nueva vida y forma de estar en el mundo.

El amor es la clave, que, como nueva normativa, le dará sentido a nuestra identidad de discípulos y discípulas del Señor, que será la nueva manera de relacionarnos con Dios y con los demás, en una creación nueva en la que todo ha quedado sacralizado por el Resucitado; y en donde Dios se hace presente en todas partes y en todo lo creado.


DESARROLLO

Este relato del evangelio de Juan continua con el discurso de despedida de Jesús, el cual anuncia, promete y revela una nueva presencia: la presencia de Dios en la comunidad cristiana y en cada miembro, cambiando así el antiguo concepto de Dios y de su relación con el hombre.

En el Antiguo Testamento se concebía a Dios como una realidad externa al hombre y distante de él, por lo que la relación con Dios se establecía a través de mediaciones, destacando el templo y la ley, de cuya observancia y cumplimiento dependía la obtención del favor divino. El hombre era considerado un siervo de Dios, quedando el mundo en la esfera de lo profano y Dios en la esfera de lo sagrado, pareciendo que había dos mundos (el profano y el sagrado) diferentes y distantes entre sí. El hombre tenía que renunciar así mismo para creer en Dios y estar en su presencia.

Jesús desmonta esta concepción de Dios y el modo de relación con Él, y lo expresa de tres modos totalmente nuevos: su vuelta y nuevo vivir en nosotros; la donación del Espíritu Santo; y la venida del Padre y del Hijo a cada uno de nosotros. Ahora la comunidad cristiana y cada uno de sus miembros se convierten en morada de la divinidad, es decir, la misma realidad humana se hace templo de Dios. Dios santifica al hombre y, a través de éste, a toda la creación.

El Padre ya no es un Dios lejano e inaccesible para el hombre, y buscar a Dios a partir de ahora supone el dejarse encontrar por Él.

Ya no somos siervos ni rivales de Dios, sino sus hijos y sus amigos, en una relación de amor que conlleva la aceptación de su voluntad, que es la que determina el que podamos sentir en nuestro interior su presencia viva, lo que hace que nuestra vida comience a dar frutos.

Ser cristiano y pertenecer a la Iglesia no es levantar muros ni echar cerrojos para defendernos de los ataques de los paganos, de los herejes y de los ateos. Ni es quedarnos en la seguridad que nos da el cumplimiento de normas, tradiciones y lo ya caminado, sino que supone abrirnos al Espíritu Santo, a lo novedoso de un Dios que nunca controlaremos, a vivir a corazón abierto el Evangelio y amar con toda la fuerza y todas las ganas.

El peligro de siempre es el no creer en el Espíritu Santo o arrinconarlo. No se le ve, pero se le siente cuando somos capaces de dejarnos sorprender por su actuar en nosotros, cuanto más vamos experimentando que sin Él no somos ni tenemos nada. Ya no hay que buscar el éxito, el placer ni el cumplimiento de leyes de manera mecánica…, sino que ser cristiano es amar y dejarse amar por el Espíritu, sentir que nuestra vida no está hecha y dejarnos hacer por Él.


Emilio José Fernández, sacerdote

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