jueves, 2 de mayo de 2019

Evangelio Ciclo "B" / TERCER DOMINGO DE PASCUA.

Jesús no nos deja solos en la misión que nos encomienda. Nos acompaña y cuida de la Iglesia en su tarea evangelizadora.

El domingo pasado se proclamaba el capítulo 20 del Evangelio de San Juan, con el que se concluía este libro. Sin embargo, posteriormente a este libro se le añadió el capítulo 21 que este domingo se proclama en la liturgia católica. Aunque se trata de un añadido, no deja de tener conexión con toda la obra del cuarto evangelista.

En el relato del domingo pasado, recordamos, Jesús se aparece a los discípulos que estaban encerrados en una sala al anochecer. Entrando el Resucitado, se puso en medio de ellos para significar que Él es el Señor, el centro de la comunidad cristiana y el origen de la misión que los discípulos han de realizar a partir de ahora en su nombre y como continuidad de su obra.

Lo llamativo del relato de hoy es que el protagonista central ya no es tanto Jesús como sus discípulos, pues observamos que el texto nos hace poner toda nuestra mirada en aquellos que llevan a cabo la misión recibida por el Señor una vez que recibieron de Él el Espíritu Santo. Y Jesús aquí aparece como el Resucitado que se hace presente en el trabajo de la comunidad cristiana y de la misión que la Iglesia desempeña.

La escena tiene dos partes: la pesca milagrosa y el diálogo entre Jesús y Pedro. Todo sucede en una jornada de pesca de los discípulos del Señor, y todo su conjunto está descrito y cargado de una simbología que nosotros hemos de descifrar para conocer bien su contenido y su significado.

La escena sucede en el exterior, los discípulos ya no están dentro de una casa ni sucede al atardecer del día. Han salido fuera a la actividad y a realizar el trabajo de la pesca (evangelizar) y todo sucede al amanecer de un nuevo día, en plena mañana, en el tiempo dedicado al trabajo.

Pedro aparece como el responsable del grupo, formado por otros seis discípulos del Señor: unos con nombre propio y otros aparecen anónimos. El número de siete discípulos significa la plenitud y totalidad de la comunidad. Pedro es el que tiene la iniciativa de ir a pescar, resaltando su autoridad sobre el grupo, y el resto de los discípulos se le une. Todo ello indica que la tarea de la evangelización es tarea de toda la comunidad y que todos se han de implicar en ella.

Han ido a pescar solos y han fracaso después de toda una noche de incansable trabajo. La oscuridad de la noche es el reflejo de la crisis que viven en consecuencia. Sin embargo todo cambia cuando aparece el Resucitado y siguen sus indicaciones. Sus palabras son las que les orientan para que la evangelización dé su fruto. Jesús participa de la misión de la Iglesia, y la clave del éxito está en el Señor y no en la obra humana.

A la orden del Señor, echan la red que no se rompe a pesar de ser insuficiente su tamaño para tan gran pesca. Esto es un signo con el que el autor del texto está exponiendo la capacidad que tiene la Iglesia para ser universal y recibir a todos. Nadie sobra en la Iglesia, por eso el número 153 simboliza la plenitud y la universalidad.

La pesca sucede en el mar de Tiberiades, con este nombre pagano se denominaba al Lago de Galilea. De esta forma se nos indica que la Iglesia ha de evangelizar en un mundo hostil y poco receptivo, a los alejados, a los incrédulos.

En la orilla está el Señor, quien nos da fuerzas con la comida que nos prepara a los suyos, con la Eucaristía, en donde se hace presente y en donde se nos da como alimento.

En medio de un trabajo duro y en plena laboriosidad, la calidez de su voz (la Palabra de Dios), es en lo que los discípulos reconocen que es el Señor quien les habla y quien les espera en la orilla. También lo reconocen en su mandato misionero de echar la red a la derecha y en los frutos que recogen.

Pedro, antes de reconocer al Señor, estaba ocupado en sus labores de pesca, desnudo (símbolo de debilidad y miseria); pero, cuando lo reconoce, se viste y ciñe la ropa (símbolo de servicio y de respeto), se tira al agua (gesto de dar la vida) y se sienta a la mesa para participar de la comida compartida con los frutos de la pesca (participación en el banquete del Señor y de los hermanos, la Eucaristía).

Por lo tanto el pasaje entero nos describe la vida de la comunidad cristiana: que escucha (ora), pesca (evangeliza) celebra y comparte (la Eucaristía, vivida como caridad fraterna). La Iglesia nació para ser misionera, para abrirse a toda la humanidad, para hacer llegar al Señor y su Reino a todos los hombres y mujeres. La vida comunitaria y la vida misionera requieren de la presencia del Señor. Sin Él la misión de la Iglesia ni tiene sentido ni da frutos. 

Con Jesús los discípulos no se sienten siervos ni jornaleros que trabajan por un sueldo, sino que viven en una relación de fuerte amistad con Él y desde una entrega desinteresada pero en total libertad. Jesús no los explota sino que los cuida, porque es el Señor desde una relación de amistad, de amor, de confianza y de apoyo. Les ayuda para que su esfuerzo tenga recompensa. Pero el fruto de la misión depende de la escucha de la Palabra de Dios y de su puesta en práctica, de la entrega personal hasta estar dispuesto a dar la vida por Él.

Terminada esta primera perícopa pasamos a la segunda en la que se nos define mucho más el seguimiento personal de cada discípulo.

Jesús se dirige a Pedro en un diálogo de corazón a corazón para cerrar la herida pendiente de las negaciones de Pedro en el momento de la Pasión. Y es que este discípulo ha llevado muchas veces a Jesús a la decepción por no entender su mensaje y por sus actitudes egoístas.

En este diálogo entre los dos, se subraya cómo Jesús no quiere que Pedro se sienta su súbdito sino su amigo, por lo que la relación ha de basarse ante todo en el amor, en los sentimientos.

La amistad con Jesús supone una entrega personal que implica incluso un servicio y un dar la vida por Cristo y por su causa. Cuando uno sale de sí, de sus protagonismo, de sentirse el dueño de su vida... empieza el verdadero seguimiento: al vaciarte de ti para llenarte de Jesús.

Jesús nos llama a cada uno de una forma personal, y con cada uno comienza una historia en la que cada uno también se hace responsable de su propia vocación, andando su propio camino junto a Él.

Por tanto, todo bautizado está llamado al seguimiento de Jesús participando de la vida de la Iglesia. Todos somos responsables de la evangelización y todos tenemos que hacer que el Evangelio se conozca al anunciarlo con nuestras palabras y con nuestras obras. Dios nos llama no para esclavizarnos sino para amarnos y hacernos co-responsables de la misión de su Hijo. No hay fidelidad a Dios si primero no lo amamos, y sin amor es difícil permanecer junto a Él y superar las adversidades.


Emilio José Fernández, sacerdote

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