jueves, 25 de abril de 2019

Evangelio Ciclo "B" / SEGUNDO DOMINGO DE PASCUA.



En este tiempo de Pascua, una vez que ha pasado la Cuaresma y la Semana Santa, retomamos nuestra reflexión semanal sobre los textos de la Liturgia de la Palabra dominical.

La primera y gran noticia de las comunidades cristianas primitivas, que son fundadas por los Apóstoles y sus discípulos, es que Cristo ha resucitado de entre los muertos. Su muerte fue escandalosa pero de poca resonancia y trascendencia, pues se trataba de un torturado y crucificado, uno más de tantos ejecutados por los romanos. Ahora bien, la noticia de su resurrección, que quiso ser desmentida y tratada de falsa por las autoridades religiosas judías y por las autoridades políticas del momento, se fue propagando rápidamente y extendiéndose más allá de las fronteras de Israel.

La primera comunidad cristiana, la de Jerusalén, se va organizando y extendiendo su evangelización por las principales ciudades y aldeas de la región. Nace poco a poco una nueva religión que hunde sus raíces en el judaísmo. Pronto no sólo serán creyentes de origen judío los que se bautizan, pues creyentes de origen pagano también se irán integrando como miembros de la comunidad de seguidores del Nazareno resucitado.

La gran prueba de la resurrección del Señor no fue que la tumba la encontraron vacía, sin su cuerpo, al tercer día, pues este hecho creaba dudas y sospechas, ya que sus discípulos podrían haber sacado el cuerpo y haberlo escondido, como argumentaron las autoridades judías y romanas de Jerusalén. 

Los textos más antiguos nos ponen como prueba el testimonio de aquellos que a Jesús de Nazaret lo vieron resucitado. Por lo tanto, la gran prueba de la Resurrección del Señor la tenemos en los varios testimonios de los encuentros que se produjeron entre Jesús y sus discípulos, y de los cuales la Iglesia se ha hecho eco a lo largo de la historia hasta nuestros días.

Pero ante un hecho como la resurrección y el testimonio de las apariciones, tenemos que afirmar que todo queda finalmente en el ámbito de la fe, es decir, la Resurrección de Cristo nunca dejará de ser un misterio. Por eso, los testimonios que nos han llegado, también son testimonios de fe, de personas creyentes, que sólo serán aceptados como válidos por personas que también tengan fe. La resurrección no es un hecho demostrable empíricamente pero sí desde la fe. Por consiguiente, sin la base de la fe no se puede aceptar la resurrección.

El testimonio que aparece en el texto del Evangelio de Juan y que se proclamará hoy en la Liturgia, nos sitúa en el primer día de la semana, que para los judíos era el día posterior al sábado, es decir, lo que para nosotros es el  domingo. Eso significa que la resurrección y las primeras apariciones suceden el mismo día.

Juan nos sitúa la escena en el anochecer de ese día y en un habitáculo en el que se encontraban los discípulos con las puertas cerradas. Esto nos viene a indicar que los discípulos estaban experimentando la oscuridad de la falta de fe, habían pasado de tener fe en Jesús y a dejar de tenerla en el momento de su muerte en la cruz. La falta de fe los tenía llenos de temor, escondidos, confundidos, bloqueados... La comunidad de Cristo, la primera Iglesia, sin la presencia de su Señor no tenía vida, no celebraba los sacramentos, no evangelizaba. Los primeros cristianos se habían quedado en la tumba, encerrados y sin luz, porque su fe era en un muerto asesinado por los romanos en una cruz. Todo parecía haber terminado. Ya no había futuro ni espacio para la fe ni para la Iglesia.

Sin embargo todo cambia de golpe, se produce una visita inesperada que marcó tremendamente a los que la vivieron en primera persona. Jesús entra donde se encontraba reunida la comunidad de los discípulos. Ni el miedo ni la falta de fe impide la entrada de Jesús que busca nuevamente a los suyos como un día lo hiciera en el mar de Galilea, cuando los fue llamando de uno en uno. No hay obstáculo que se resista cuando el Señor quiere entrar en la vida de una persona o de una comunidad. Él nuevamente aparece colocado en su sitio, "en medio" de la comunidad, presidiendo a los suyos, siendo el Señor. No ha venido a observar a los suyos sino a poner nuevamente en marcha a la Iglesia, a presidirla porque Él es el fundamento, la razón de su existencia. El centro de la Iglesia no somos los cristianos ni lo que hagamos, sino que el centro es el mismo Cristo, el cual la preside y la sustenta. Una Iglesia de pecadores y de debilidades, pero la que Jesús ama y quiere santificar.

Dos frases claves nos deja Jesús y que se quedaron en el recuerdo de los presentes para siempre, las cuales son para enmarcarlas. Dos frases que expresan dos donaciones que Jesús hace en ese instante a los suyos, a nosotros. 

Con la primera frase, repetida en dos ocasiones, Jesús nos dona por dos veces su Paz. Su Paz es la del Resucitado que muestra sus heridas, su amor por nosotros afirmado y demostrado en la cruz, un amor que nos devuelve la paz y nos hace ser pacíficos; su Paz es la de demostrarnos  a la Iglesia y a los cristianos su confianza en nosotros para continuar su proyecto. Confianza en nosotros que podría haber perdido por la traición de Judas, las negaciones de Pedro o el abandono de todos los discípulos cuando es apresado en Getsemaní. Sin embargo, la tarea evangelizadora iniciada por Él la comparte con nosotros tras su resurrección, nos envía a seguir actuando en su nombre. Y es que el amor es confianza, aceptación de las debilidades y limitaciones del otro. El amor es misericordia y perdón, dar una nueva oportunidad a quien te defraudó. 

La segunda donación que nos hace Jesús en la segunda de sus frases es el Espíritu Santo. Este es la Paz y el Amor, ambas se nos dan en abundancia por el Resucitado. El Espíritu Santo permite a la Iglesia seguir administrando la misericordia de Jesús, seguir repartiendo su perdón. Cristo le da a la Iglesia autoridad para perdonar los pecados del mundo, algo que hasta entonces sólo podía hacer Dios. Con la resurrección de Jesús, la misericordia de Dios está más cerca, más al alcance de todos. Una misericordia que la Iglesia administra con autoridad.

Después se añade la escena en la que aparece Tomás como modelo de incrédulo, del que necesita pruebas para creer, del que no se fía del testimonio de la comunidad cristiana, de la Iglesia. El encuentro con el Resucitado le devuelve la fe y la paz. Y es que además de creer en el testimonio de la Iglesia y de los primeros cristianos, nosotros también hemos de tener experiencias de encuentro con Él a través de la oración, de los sacramentos y de circunstancias y situaciones de la vida que nos muestran cómo Él sigue con nosotros, nos acompaña y cuida. A Jesús lo conocemos en un primer momento por lo que nos han contado de Él, pero debes conocerlo por ti mismo, sintiéndolo en tu vida y haciéndolo formar parte de ella y de tu historia. Sólo así se mantiene viva la fe que has de compartir y testimoniar con la ayuda del Espíritu Santo recibido en tu bautismo. Tomás es el ejemplo de que sin la fe no se puede aceptar la resurrección; que fuera de la Iglesia no se puede vivir la fe en el Resucitado.

La confesión de fe que hace Tomás es la gran enseñanza de la Iglesia de todos los tiempos: Jesús es Dios y por eso es el Señor. Esa ha de ser nuestra gran confesión de fe personal: "Dios mío y Señor mío". Hacer de Jesús tu Dios y tu Señor, lo más importante, lo más amado y lo más adorado.

Emilio José Fernández, sacerdote

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