jueves, 30 de mayo de 2019

Evangelio Ciclo "B" / SÉPTIMO DOMINGO DE PASCUA.

Jesús en la cruz es entendido como el abandonado de Dios. Jesús ascendido al cielo es entendido como el Hijo amado de Dios. Nuestra meta y patria es también ese mismo cielo.

En este séptimo Domingo de Pascua celebramos también la solemnidad de la Ascesión del Señor.

El Resucitado se ha aparecido a numerosos discípulos, de manera particular y comunitaria, fortaleciéndoles en la fe y enviándolos a continuar la misión iniciada por Él y que a su vez recibió del Padre. Se convierten así en testigos de Jesús y en anunciadores del Evangelio, algo en lo que Lucas nos insiste a lo largo de toda su obra, y que nos repite al final de su evangelio, el texto sagrado que se proclamará hoy en la liturgia.

Estos testigos directos de la muerte y de la resurrección del Mesías son enviados a anunciar la conversión a todos los pueblos de la tierra. Posiblemente los discípulos no hayan entendido bien este mandato o no estén lo suficientemente preparados para llevar a cabo este encargo. Es como si Jesús no se fiara totalmente de ellos. Por eso Jesús les pide contundentemente que esperen hasta que reciban y sean revestidos del Espíritu Santo.

¿Pero dónde está el problema? En la dificultad de anunciar a un Mesías crucificado. Los judíos no lo entenderán, porque tenían una idea de un Mesías triunfador y no de un fracasado; los paganos tampoco lo entenderán, porque todo crucificado había sido en vida un malhechor y un despreciable socialmente. En definitiva, no se podía presentar a Jesús de Nazaret como el verdadero Mesías cuando su muerte en cruz se podía interpretar como que Dios lo ha abandonado, lo ha dejado en la soledad total y no ha impedido este final trágico... De ahí se deduce que ni era un hombre de Dios ni que Dios había acreditado su mensaje y su vida. La muerte de Cristo en la cruz desacredita toda su obra y su movimiento. Y no olvidemos que los primeros discípulos de Jesús provienen del judaísmo, por lo que para ellos mismos la cruz supuso un desconcierto interior y en su fe.

La solución a este problema de fe la tenemos en el pensamiento judío, y así también se recoge en los primeros textos de la Biblia, donde Dios tiene su morada en lo alto, en el cielo (expresión de su superioridad y de su diferencia con los humanos). Hay escenas bíblicas en las que aparece cómo Dios baja a la tierra y sube a su morada.

La ascesión es un misterio del cual no tenemos suficientes pruebas para demostrar su historicidad, por eso este misterio sólo lo podemos comprender desde la fe. Lo importante es entender el mensaje que se nos está lanzando con el acontecimiento de la ascensión del Señor a los cielos. Se nos está diciendo que el Mesías crucificado, no sólo volvió a vivir sino que subió al cielo, a la morada donde se encuentra Dios. Con ello afirmamos dos verdades teológicas: La primera verdad teológica es que la vida de Jesús, cuestionada por muchos de sus contemporáneos y que fue causa de conflictos y tensiones, que fue una vida de fidelidad a Dios y al proyecto del Reino de Dios, en defensa de los pobres, los marginados... es una vida que agradó a Dios y que le sigue agradando. Por tanto, la ascensión nos viene a confirmar que la vida de Jesús, que no siempre comprendemos y aceptamos, es la que le agrada a Dios y la que Dios quiere. Es decir, con la ascensión Dios le da la razón a Jesús y bendice todo lo que ha hecho en su vida terrena. Y la segunda verdad teológica es que la ascensión coloca a Jesús al lado de Dios, en su misma morada reservada a la divinidad, por lo tanto, es una manera más de afirmar y de demostrar la divinidad de Cristo.

Esto crea un conflicto a los discípulos y primeros cristianos: quedarse mirando al pasado, la muerte en cruz de Jesús, o mirar a un futuro sin Él y quedarse paralizados sin saber a dónde ir y qué hacer. La solución nos la vuelve a dar nuevamente Jesús con la donación del Espíritu Santo que los constituirán en el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, para seguir construyendo el Reino de Dios. Un Espíritu Santo que los iluminará, fortalecerá, alegrará... y que les regalará el perdón. 

Así pues el cielo es el premio para los que, como Jesús, viven en esta tierra trabajando para dar a conocer el Reino de Dios y para que este crezca. 

¿Pero qué es el cielo? Aquí está la clave de nuestro futuro y de nuestra existencia. A veces los cristianos no hemos entendido lo suficientemente bien lo que es el cielo al reducirlo a un lugar espacial, en el que estaremos en un estado inmóvil e individual. No hemos entendido que el cielo es ante todo el encuentro definitivo con Dios para disfrutar plenamente del amor y de la vida que ya se hace presente en este mundo y en el interior de cada uno de los bautizados. El cielo es la plenitud de este mundo en el que experimentamos el bien, la justicia, la paz, la felicidad, el amor, la amistad pero de forma precaria, porque en la total abundancia todo eso lo sentiremos al lado del que dio la vida por nosotros en una cruz, el Resucitado ascendido.

El cielo es la esperanza cristiana, a la que se opone la incredulidad y el ateísmo, y también nosotros cuando vivimos y entendemos la vida desde la tristeza y la negatividad, porque la esperanza cristiana consiste en buscar y esperar la realización de lo que aquí ya vivimos. El cielo ha de ser la aspiración y el anhelo máximo de todo creyente: vivir con Cristo siempre. Pero el cielo se conquista en esta tierra y en el día a día, haciendo el bien, trabajando por la paz y por la justicia, haciendo fraternidad, etc. Por eso, todo cristiano es una persona que vive en la tierra aprovechando las oportunidades de la vida y esperando disfrutar de los bienes que Dios nos tiene reservados para cuando nos encontremos en su presencia tras la muerte. No olvides, Dios nos ha creado para vivir, no para morir, y tu destino es el cielo.


Emilio José Fernández, sacerdote

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