viernes, 6 de julio de 2018

Evangelio Ciclo "B" / DÉCIMO CUARTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO.

Jesús es Dios y al mismo tiempo es tan humano, que descubrirlo así desde la fe no me distancia sino que me acerca más. En la debilidad humana Dios se ha hecho hueco para hacernos grandes en nuestras pequeñeces.

Este domingo la liturgia nos presenta un relato de Marcos en el que nos sitúa a Jesús al final de su primera etapa de misión, tomando unos días de descanso en su pueblo de Nazaret y al mismo tiempo eso supone un reencuentro con su familia y pasisanos.

La estancia en Nazaret, una aldea de poca importancia a nivel social, político y hasta religioso, pues no aparecer nunca mencionada en el Antiguo Testamento, es ahora donde Jesús quiere continuar su evangelización de la región de Galilea. 

Como buen judío piadoso Jesús se dirige en sábado a la sinagoga del pueblo para escuchar y reflexionar comunitariamente la Sagrada Escritura. Como era de esperar, hasta en "vacaciones" Jesús aprovecha toda ocasión para anunciar el Reino de Dios, y es que un cristiano siempre está en activo.

Sus intervenciones llenan de asombro a sus oyentes que lo conocen desde la infancia, provocando el escándolo y el rechazo en ellos, por lo que cuestionan sus enseñanzas y los milagros que ha realizado y que han hecho que su fama se extendiera.

El pasado de Jesús pesa mucho y los que lo conocen de toda la vida a él y a su familia saben quién es humanamente, el hijo de José, el carpintero, uno más y sin más méritos que los de un obrero que ha trabajado para mantener a su familia. Por eso de lo que trata este pasaje como tema central es la pregunta sobre la identidad de Jesús de Nazaret, ¿quién es realmente?

Los que los conocen de siempre se muestran incrédulos, no admiten que uno de ellos se presente como el Mesías. Jesús siente el fracaso en su pueblo de origen, donde no le reconocen por su anuncio del Reino de Dios. Es el mismo fracaso de la cruz, lugar en el que al Crucificado es rechazado por el odio que le lleva a ser condenado inocentemente y ser considerado un maldito, nada más lejos de lo que los creyentes lo consideramos: el Maestro, el Mesías, el Hijo de Dios.

Curiosamente la divinidad de Jesús se reconoce en la cruz desde la fe, donde Jesús se abaja hasta el extremo, más allá de abajarse para hacerse simplemente uno de los nuestros. Porque es ahí en la cruz donde el creyente puede empezar a comprender que para Dios el Mesías e Hijo de Dios es alguien muy distinto a lo que nosotros esperábamos o podemos imaginas como personas. Y esto que supone un escándalo es lo que nos abre a la verdadera fe. Por lo tanto, quien todavía no haya sentido ese escándalo al contemplar a Jesús y su vida, es porque aún no ha asumido ni la humanidad ni la divinidad del Nazareno. Este escándalo es necesario para romper las falsas imágenes y conceptos que podemos tener de Jesús para encontrar en Él al Hijo de Dios encarnado, envuelto en debilidades donde nunca lo hubiéramos querido encontrar. Y todo porque no me interesa un Dios débil sino un Dios todopoderoso que me da seguridades y soluciones. Por eso Jesús puede llegar a decepcionar y a generar incredulidad.

Todo ello es porque los seres humanos hemos buscado a Dios desde siempre en lo espectacular, lo grandioso y lo extraordinario. ¿Qué pasa cuándo Dios se oculta en un hombre y en la debilidad humana? Nos parece poco digno y apropiado encontrarlo en lo sencillo y en lo natural de la vida. La grandeza del Hijo de Dios no ha sido el obstáculo para la fe, sino el saber que es el hijo de María, un carpintero, miembro de una insignificante familia. El Dios que se ha encarnado en Jesús es alguien cercano, que se ha hecho pobre, sencillo y marginado para estar entre los últimos y desde ahí darles vida a los que nada cuentan en la sociedad ni en otros situaciones.

Dios es desconcertante a veces como discreto, por eso en las experiencias más normales de nuestra vida se nos hace visible y presente, sólo nos falta descubrirlo ahí, en lo pequeño y cotidiano. Ser cristiano no es alcanzar el éxisto, palabra que no existe en el Evangelio, sino vivir muchas veces la derrota y el fracaso, no desde un drama sino como la experiencia más humana que hasta el Hijo de Dios vivió, con un sentido de esperanza y de fidelidad al Padre en los tiempos buenos como en los menos buenos.

Jesús no es valorado en Nazaret y parece que no tiene futuro ni Él ni su misión. Sus paisanos se muestran sin fe por lo que no acogen ni a a su persona ni su mensaje. Ellos tenían otra imagen de Mesías, nacionalista y guerrero, y Jesús no es el Mesías que esperaban. Esta falta de fe impide que Jesús pueda realizar milagros en Nazaret. Tan sólo en esta aldea Jesús curó a unos pocos enfermos, subrayando de este modo el evangelista que, aunque sus paisanos no tenían fe en Él, sin embargo no dejó de buscar a los enfermos ya  los pobres.

Jesús no ha sido profeta en su tierra, no por falta de empeño sino porque aquí se descubre más visiblemente que el Reino de Dios no es aceptado por todos los hombres y mujeres, y que sin la fe en Cristo tampoco creeremos en el Reino de Dios.

¿Pero cómo hay tantos creyentes en Jesús en tantos rincones del mundo y en tantas épocas? Pues porque cuando una persona descubre que Jesús le cambia su vida, comienza a admirarlo por lo que es realmente, escucha su mensaje y lo pone en práctica, descubre que Jesús merece la pena, que merece la pena conocerle, amarle y seguirle. Si buscamos a Jesús sabiendo quien ya es con imágenes preconcebidas, o nunca lo encontraremos o nos quedaremos decepcionados. Es importante buscarle para qee Él se deje conocer tal cual es.

Jesús en Nazaret ha vivido una crisis que le ha hecho cuestionarse muchas cosas, pero no se rinde y continuará con su misión. Las crisis formar parte del camino de la fe y de la misión, porque nos resitúan, nos maduran y nos empujan a continuar con más fuerza cuando se superan. Equivocarse, fracasar, decepcionar... no me hace más débil sino más grande ante un Dios que me conoce y me ama como soy aunque me sueña mejor de lo que soy, porque conoce todas mis posibilidades y todas mis grandezas. Y por que en mi debilidad, como dirá San Pablo, es donde mejor veo la fuerza que me aporta el Señor.



Emilio José Fernández, sacerdote

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