miércoles, 30 de mayo de 2018

Evangelio Ciclo "B" / SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y LA SANGRE DE CRISTO.

Un Pan que se parte y se reparte como sacramento de amor, entrega y vida. Jesús es la Eucaristía, Él se nos da como alimento y nos compromete con nuestro mundo y con la humanidad.


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La semana pasada celebrábamos con la Solemnidad de la Santísima Trinidad el misterio de Dios; en esta semana, con la Solemnidad del Corpus Christi, celebramos el misterio del Hijo de Dios presente de manera real en la Eucaristía.

Marcos nos presenta en el pasaje de su Evangelio que hoy proclamaremos en la liturgia la existencia de la celebración de una cena de Jesús con sus discípulos previamente a su cautiverio y como síntesis de lo que fue su vida y como anticipo de lo que estaba por venir: su muerte y su resurrección.

Esta cena aparece en un contexto de clandestinidad porque la vida de Jesús y de los suyos se siente amenazada, pero también se aprecia cómo Jesús domina los acontecimientos y éstos no lo dominan a Él, subrayando así el evangelista que Cristo es el Señor, porque lo tiene todo calculado y ha previsto el modo de celebrar la cena pascual con relativa calma.

Los dos discípulos, siguiendo las instrucciones del Maestro, preparan la cena realizando una serie de detalles que la hacen más especial, y al mismo tiempo el evangelista consigue que los lectores y oyentes también nos vayamos preparando para lo que sucederá después, es decir, que nos vayamos preparando para participar de aquella cena de Jesús y la primitiva comunidad.

No podemos olvidar que la última cena tiene lugar en Jerusalén y como acto principal de la fiesta judía de la Pascua en la que se conmemora el "paso" del pueblo de Dios, por la intervención divina, de Egipto, tierra de opresión, esclavitud y muerte, a la tierra prometida, espacio de libertad, esperanza y vida. La Pascua judía no la podemos separar de la que vive Jesús, pues sin la primera no se entiende la segunda.

Era costumbre celebrar la Pascua judía con una comida cuyo centro era un cordero, pero observamos que en este relato no se hace alusión ni a este animal ni a esta comida sino que todo el peso recae en los gestos y en las palabras de Jesús, gestos y palabras que han sido envueltas con la posterior reflexión que las primeras comunidades cristianas hicieron, que, a pesar de tener un fondo histórico, es difícil que podamos conocer lo que originalmente sucedió. Aun así lo esencial ha quedado y nos ha llegado a nosotros, pues Jesús en aquel momento realizó un gesto profético de lo que fue su vida y de lo que será su muerte: un pan que se rompe por todos, que se reparte y que se comparte, es decir, una existencia rota y hecha entrega y donación. Esta visión de la Eucaristía es clave para entender toda la historia de la salvación, que es una historia de amor en la donación y en la comunión.

En un pan y en una copa de vino se encuentra la vida vivida como un don, que se rompe, que se entrega, que se deshace por todos, por cada uno. Tomar el pan y el vino como alimentos eucarísticos nos hace formar parte de esa vida, la de Jesús, que se ha ido rompiendo hasta la muerte. Jesús ha compartido con la gente su pan, su vida, su fe y esperanza en el reinado del Padre. Ahora su cuerpo-pan lo comparte para que tengamos vida con la resurrección, y su sangre es el sello de la alianza que perdona nuestros pecados y que nos une en amistad con Dios para siempre, haciéndonos parte del nuevo pueblo de Dios. Jesús es el cordero que santifica y nos reconcilia con el Padre al destruir nuestros pecados; y que nos trae la paz con una permanente relación  de amor entre nosotros y Dios.

En la cena Jesús toma una copa de vino que se convierte en cáliz (recipiente en el que se vertía la sangre de los animales sacrificados para el culto) de la nueva sangre, la de Cristo, con la que anuncia un fin triste, su propia muerte, pero a pesar de ello sigue creyendo en el Reino de los Cielos que lo anuncia con gran fuerza al mostrarlo, desde la triste despedida, con la esperanza de su resurrección cuando lo volverá a tomar, porque nos deja claro que hay un más allá y que se seguirá sintiendo entre nosotros, en nuestro mundo, con  su presencia viva en donde está el vino que alegra los corazones humanos y sana las heridas de la humanidad.

A esta cena de Jesús precedieron muchas comidas en las que Él alimentó a los pobres hambrientos, a los pecadores arrepentidos, a los discípulos amigos... y a la que le siguieron las comidas del Resucitado con los suyos y que hoy día son celebradas  de manera comunitaria y en asamblea de creyentes hasta que Él vuelva. Esta cena, llamada también "fracción del pan", acción de gracias (Eucaristía), misa... sigue siendo alimento para los hijos de Dios que creen en un mundo mejor y que esperan en la resurrección.

Pero la Eucaristía no es solo un rito, es un sacramento de vida y de una manera nueva de vivir, la del Evangelio. Sin embargo, nos encontramos con cristianos que participan en la Eucaristía y que después vemos que sus vidas no son las de un cristiano, que se desentienden de las situaciones de sufrimiento de los demás y que no trabajan por el bien de todos; siendo cada vez menos los que asisten de manera regular a las celebraciones eucarísticas. ¿Qué ocurre entonces?

Ocurre que podemos caer en la trampa de buscar y hacer de la Eucaristía el cumplimiento de una serie de normas litúrgicas para conseguir unas celebraciones bonitas, olvidando que en el origen de lo que celebramos hubo una cena de despedida, por lo que no estamos invitados a un espectáculo, ni a una "teatralización, ni a un refugio en el que esconder nuestros problemas, sino a una comida fraterna, de hermanos que se quieren, que se ayudan y que caminan juntos.

No come ni busca comida el que no tiene hambre. Por eso, para comer la Eucaristía, lo primero que hay que tener es necesidad, deseo en el corazón, hambre de Dios. No podemos olvidarnos que el hambre y la necesidad de comer la tienen cada día dos tercios de la humanidad mientras un tercio se siente saciado y lucha a veces, al precio que sea, para no dejar de estarlo.

Quienes se sienten saciados por su codicia de tener cada vez más posesiones que le permitan una vida acomodada, y vierten su vida, su tiempo, sus esfuerzos y cualidades en obtener cada vez más "riquezas", no podrán tener hambre de un Dios que se ha hecho alimento para los pobres, para los que tienen necesidad de Él, para quienes han puesto su confianza y su seguridad en Él. Un corazón embotado, saturado de egoísmos que le llevan al individualismo, al margen de lo que ocurre y que permanece pasivo, no puede tener necesidad de un Dios que nos compromete y nos quiere activos y altruistas.

Ante esta situación cada hombre y mujer ha de preguntarse en dónde están sus deseos, quién se los despierta, de qué y de quién tiene hambre, y de qué se alimenta. Tenemos que poner nombre a esas tentaciones que nos seducen para satisfacernos y así empezar a liberarnos de ellas para poner nuestra mirada y nuestro deseo en ese otro y Pan, tan distinto al que nos quieren vender desde múltiples mercados en un mundo de locos y sin valores.

Ante esta situación también hemos de compartir la mesa en la que todos tienen hueco y sitio, en donde no se sientan los mejores ni los más santos pero es en la que Dios construye a las personas y a los santos. Dios no deja a nadie fuera, se queda fuera el que no pone de su parte para entrar y sentarse en ese Banquete que Él prepara a su pueblo, a sus hijos, a sus amigos. Si Dios no nos excluye, tampoco nosotros debemos hacerlo, y tenemos que preocuparnos por los que faltan para ayudarles a venir o a volver.

La Eucaristía es la memoria de un crucificado fracasado, que fue torturado en Jersusalén y matado públicamente entre malhechores. De esta manera no podemos ocultar este dramastismo con un cuidado que busque lo bonito y lo majestuoso a través del canto, del incienso y de las palabras, porque nos cargamos la esencia de lo que es realmente: una entrega frente al guardarnos, esconder, apropiarnos, acumular. 

La Eucaristía no la hacemos nosotros, nos la regala Dios. Nosotros hemos de poner nuestro corazón. Y cuando es así, la vivimos a lo grande sin necesidad de que haya buena música, bellas flores, innumerables velas, y demasiado incienso... Porque lo importante, aunque a veces todo eso se nos haga necesario, es el Pan y el Vino, imprescindibles para que hasta en el más pequeño rincón del mundo el Hijo de Dios, por la acción del Espíritu Santo, se haga ofrenda al Padre en una entrega eterna y que a diario se repite: En la Eucaristía. 

Ahora seguro que entiendes un poco mejor por qué el Día del Corpus la Iglesia también celebra el Día de la Caridad, pidiéndonos nuestra colaboración fraterna y generosa con Cáritas, pues quien no aprende a compartir el Pan de la Mesa de Dios no sabe compartir en su nombre el pan de cada día con los que menos tienen.

Emilio José Fernández, sacerdote.

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