miércoles, 16 de mayo de 2018

Evangelio Ciclo "B" / SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS.

Jesús nos ha hecho un regalo a lo grande al darnos su Espíritu: para hacerte nuevo, para hacerte fuerte, para hacer pacífico, para hacerte dador de vida y para que no te canses de seguirlo, de hacer el bien, de amar.


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Los judíos celebraban a los cincuenta días de la Pascua la Fiesta de Pentecostés, que era la fiesta de la recolección. De ser una fiesta agrícola pasa a ser una fiesta histórica como recuerdo de la promulgación de la Ley en el Sinaí. También se le conocía como la fiesta de las semanas. En este día la ciudad de Jerusalén se llenaba nuevamente de peregrinos venidos de otros países.

Pero los cristianos a esta fiesta le damos otro sentido, porque en ella recordamos la venida del Espíritu Santo como un don de Jesús a su Iglesia. 

Al comienzo del libro de los Hechos de los Apóstoles, escrito por Lucas, se nos narra cómo sucedió la venida del Espíritu Santo estando reunidos los discípulos de Jesús junto a la Virgen María; y de cómo éstos salieron a las calles hablando en distintos idiomas y anunciando la Buena Noticia. La comunidad eclesial, representada en los discípulos, recibe el Espíritu Santo y se hace misionera, de ahí que en Pentecostés también celebremos el nacimiento de la Iglesia.

Los discípulos de Jesús no creían en la resurrección, por eso en las apariciones vemos una reacción de sorpresa y hasta de rechazo como ocurrió con Tomás. No supieron encajar la muerte de Jesús en una cruz y ellos se sintieron frustrados ante el fracaso de su Maestro. Continuar recordando a Jesús era una amenaza para ellos y el temor de terminar enfrentados con las autoridades religiosas y las romanas. Ese miedo les lleva, al comienzo, a reunirse clandestinamente, con las puertas cerradas. Una Iglesia local y sin futuro, llena de temores y con falta de fe.

Las apariciones del Resucitado en medio de la comunidad supone el cambio radical en los seguidores de Jesús, que se convierten en testigos valientes y continuadores de una misión que llevó a Cristo a la muerte. Observamos en este relato cómo la comunidad cristiana se constituye en torno a Cristo, muerto y resucitado, vivo y presente en medio de ellos. Él es el centro y el que los sostiene a partir de ahora, liberándoles de los miedos y de las tristezas humanas, llenándolos de paz, alegría, seguridad y colmándolos de fe, de confianza. De Jesús la Iglesia recibe la misión y recibe el Espíritu Santo que los convierte en misioneros.

Jesús nos da la fe y nos da la misión en un mismo paquete, porque ambas van unidas si nos queremos considerar cristianos auténticos. Jesús es el que nos elige y el que nos envía a esa misión de continuar su proyecto iniciado por Él pero que, a su vez, Él lo asume como un enviado del Padre. Por tanto, el que nos llama, elige y envía es el Padre, por lo que cada cristiano es otro Jesús, otro Cristo, que es lo que significa la palabra "cristiano". Todos los cristianos somos por tanto hijos de Dios, embajadores suyos, mensajeros del Padre, que, acompañados de Jesús, tenemos la tarea de construir una nueva humanidad tal como Dios la entiende y la sueña.

Ahora bien, no hay excusas para la misión porque la iniciativa no parte de nosotros sino que Dios al elegirnos cuenta con nosotros por iniciativa suya. Y si Él te ha elegido, aunque tú no te creas digno de tal consideración ni capacitado para ello, es porque Él confía en ti más de lo que tú te puedes imaginar. Porque Jesús no llamó a los mejores, pero a los que escogió y envió fue para que perdonaran y dieran vida. Y donde tú no tienes o no llegas, Dios te lo da. Tu resistencia son tus miedos, tus perezas y el pánico al fracaso que se hace herida en ti. Pero con tus debilidades, carencias y pecados Dios se ha fijado en ti para que seas prolongación de su luz en un mundo de tinieblas por el sufrimiento, la tristeza, los enfrentamientos y la falta de fe.

Una vez que Jesús los ha enviado, les regala el Espíritu Santo como un soplo de vida, como contagio de su propia nueva vida que les hará cambiar y vivir de una nueva forma, siendo hombres nuevos y mujeres nuevas. Experimentaron la fuerza que únicamente nos viene de Dios para vencer los miedos que nos acomplejan y nos empequeñecen; sintieron la paz que consuela y nos hace disfrutar de nuestra existencia; se alegraron de una llamada que les hizo partícipes de la resurrección de los mortales.

Dios se hace fuego interior a través de su Espíritu Santo, que llena de amor todo lo que somos para sacar lo mejor que tenemos en nosotros mismos y poder compartirlo con los demás. Lo que quema purifica y sana heridas, como lo hace Fuego abrasador de Dios, su Espíritu. Necesitamos al Espíritu Santo en este mundo en el que nuestra vida es una lucha, a veces no contra enemigos de carne y hueso sino contra situaciones y estructuras que nos oprimen, que nos apresan, que nos quitan la libertad y nos negativizan. Con su Espíritu el cristiano es capaz de perdonar pecados, dicho de otra forma, nos hace capaces de destruir lo que nos destruye: las injusticias, las mentiras, la envidia, la sobervia... Nos hace salir de la oscuridad y del hundimiento a un estado en el que podemos dar vida con nuestra comprensión, solidaridad, afecto, etc. 

Hay momentos en los que nos duelen más nuestros fallos que nuestros pecados, y así no podemos estar en paz con nosotros mismo ni podemos ser colaboradores del proyecto de Dios. El Espíritu Santo que se nos da nos hace personas resucitadas: llenas de paz, de perdón y de vida.

Y el Espíritu Santo nos da siempre lo que necesitamos para hacer el bien a los demás. Nos da la palabra oportuna, el gesto sin búsqueda de protagonismo, la humildad para perdonar y dar el primer paso para la reconciliación, y la fe para descubrir a Dios en todas las cosas y en todas las situaciones. El Espíritu Santo siempre nos inspira para que tomemos la decisión acertada y nos abre la mente y el corazón para que sepamos adaptarnos, para que sepamos respetar la variedad y la pluralidad de la humanidad como los discípulos de entonces hablaron otros idiomas y no impusieron su lenguaje. Y en eso consiste la evangelización, en que Cristo puede llegar a hombres y mujeres de distintas culturas, mentalidades, etc. Todos cuentan, todos somos necesarios, nadie sobra. Eso es lo que significa Pentecostés, la Fiesta del Espíritu.

Los que nos llamamos cristianos y decimos tener fe podemos estar viviendo en actitudes de puertas cerradas de nuestro corazón. Eso ocurre cuando no nos hemos encontrado ni hemos experimentado al Resucitado. Y nuestras comunidades muchas veces están ocultas, no se hacen notar ni se hacen presentes. Anclados en lo viejo, en la añoranza de tiempos pasados, refugiados en lo que no altera nuestras vidas... Seguimos sin haber resucitado.

Necesitamos resucitar para ser hombres y mujeres de Espíritu, que viven y actúan de manera espontanea según el contexto en el que les ha tocado vivir, haciendo frente a lo que se presente con un tesón de paciencia y de paz, siendo sembradores de concordia y no de discordia, sabiendo amar a cada uno con sus debilidades y carencias porque ponen el amor a la persona por encima de todo, orantes de la vida y apasionados por dar vida a los que se alejan de ella por la tristeza, por el dolor o por el cansancio de falta de ilusión.

El Espíritu, como a Jesús, nos hace descubrir que el verdadero sentido de la vida humana es alcanzar la felicidad y el poder realizarnos, algo que se obtiene cuando salimos de nosotros mismos y nos damos a los demás. Porque cuando somos felices hacemos felices a los demás y buscamos que ellos lo sean. 

Vivir la vida con el Espíritu de Dios nos lanza a la sorpresa, a la novedad, a la aventura, a saborear con detención la vida. Necesitamos hoy hombres y mujeres de Espíritu, y la llamada para serlo es también para ti. Hace falta que tú también desees serlo. 

Emilio José Fernández, sacerdote.

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