viernes, 6 de abril de 2018

Evangelio Ciclo "B" / SEGUNDO DOMINGO DE PASCUA.

La fe es un don que nos hace sentir la presencia resucitada de Jesucristo, pues el testimonio de la Iglesia también requiere de nuestra fe. Él nos ha amado y nos bendice con su paz.


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El tiempo pascual comenzaba con la Vigilia Pascual en la noche del Sábado Santo, celebrando el Domingo de Resurrección como la mayor solemnidad de la Iglesia y del cual se hacen eco los demás domingos del año litúrgico.

Los testimonios cristianos más antiguos sobre la Resurrección del Señor son los de la tumba vacía y los de las apariciones o encuentros con el Resucitado.

El relato que nos ocupa hoy es del evangelista Juan y consta de tres perícopas que se han unido y que están bien diferenciadas. Los relatos más antiguos de los evangelios son los de la pasión y los de la resurrección, pero los que aparecen en Juan, cuyos textos se escriben a finales del siglo primero, varias décadas después de acontecer lo que se nos cuenta, son ya más elaborados e incluyendo una reflexión teológica pospascual, por eso son toda una catequesis completa en los que aparecen los primeros dogmas de fe del credo de la Iglesia y que todo catecúmeno debía aceptar antes de recibir los sacramentos de la iniciación Cristiana (Bautismo, Confirmación y Eucaristía).

Nos encontramos en un lugar no determinado en el que se encuentra la primitiva comunidad cristiana de manera escondida, oculta, encerrada por el miedo, la falta de un proyecto y de un objetivo. Esta comunidad de discípulos se ha quedado estancada con el final de la muerte del Crucificado, se ha quedado en su muerte, en el anochecer que es el símbolo de la duda y falta de fe. 

Jesús aparece vivo y se coloca en medio de ellos, porque es el centro de la comunidad, el que la sostiene y la fundamenta. Jesús los reúne a todos y los fortalece como personas y como grupo; los envía y los hace salir fuera, ponerse en camino, en la búsqueda de los hombres y mujeres, de los alejados.

Subraya el evangelista con gran carga que Jesús y su presencia les devuelve la paz que les quitó el miedo. Jesús, el Resucitado, les dona una paz que no la da ni la provoca nada ni nadie de este mundo. La paz que va más allá de los conflictos bélicos, la paz del corazón y del alma que cada persona necesita alcanzar para ser feliz, vivir en armonía y de manera reconciliada consigo mismo, con los demás, con el mundo y con Dios. La paz que dignifica, que fortalece y que viene de Dios. La paz es el saludo del Resucitado y la fragancia que deja su presencia en todos los encuentros que aparecen en los relatos evangélicos de todas las apariciones.

Las llagas de manos, pies y costado son las huellas del que por amor entregó la vida por nosotros. Amor y entrega que permanecen visibles en el Resucitado, que por amor, hecho perdón y misericordia, busca a aquellos que le habían decepcionado, defraudado, que le habían abandonado en la cruz y el dolor. Jesús no busca a otros, busca a los mismos y lo hace sin reproches, porque los quiso y los sigue queriendo. Perdonar no es dejar atrás una herida sino seguir apostando por la persona y por la relación que se tiene. No es fácil perdonar porque requerimos venganza cuando nos han herido, y porque parece que la capacidad de perdonar es cosa de los débiles y frágiles de carácter. Pero está demostrado que solo con el perdón se han solucionado de verdad los conflictos. Humanamente tenemos el impulso de la venganza, por eso, el hombre que perdona es un hombre nuevo, al estilo de Jesús. El Resucitado también se hace visible y presente, por la fe, en aquellos que sufren en nuestros días por infinidad de razones, en aquellos que llevan en su cuerpo, corazón y alma las huellas de la pasión de Cristo. Por eso, en el pobre, en el que sufre, en el marginado… podremos ver al Resucitado. El hermano doliente es también un puente que nos acerca a la fe y a Jesús.

Jesús sopla sobre ellos, sobre la comunidad cristiana. Es el soplo del Espíritu Santo, el soplo de Dios como creador y dador de vida, el soplo que recibe la Humanidad con Adán y Eva cuando fueron creados. El Resucitado con su soplo sobre la Iglesia crea una nueva humanidad, la de los hijos de Dios, la de los bautizados.

La muerte llenó a los discípulos de tristeza, el Resucitado, en cambio, devuelve la alegría, la ilusión, la esperanza. El gozo interior nos hace sentir la felicidad. El reencuentro de una amistad los llena de alegría, porque para los cristianos nuestra alegría es una persona, es Cristo.

Tomás es el prototipo o modelo que representa a los que están fuera de la comunidad cristiana, a los que están alejados de la Iglesia, a los que viven en el anochecer de las dudas de la fe porque no han creído el testimonio de sus hermanos y hermanas en la fe, porque necesitan explicaciones y evidencias para creer. No es fácil creer, no es fácil confiar. No es fácil entender la resurrección. Tiene más sentido asumir que la muerte es el final de la vida porque a un muerto lo vemos en su capilla ardiente. Pero no es fácil asumir que haya vida tras la muerte. Creer por lo que otros vieron nos cuesta. Pero quien cree tiene razones suficientes para hacerlo. Cree el que ha sentido que sin Jesús su vida es un vacío y un sin sentido. Cree el que ha experimentado en su corazón la fuerza de un amor que no es de este mundo, quien ha sabido reconocer en los demás y en la vida misma las huellas de quien es la Vida con mayúscula. Cree el que no necesita ver sino el que sabe amar centrándose en el Tú que lo llena todo, lo hace nuevo todo, lo abarca todo. Cree el que ha experimentado que Jesús de Nazaret, el Crucificado y Resucitado, le ha cambiado la vida. Y es que a las Bienaventuranzas se le añade con la Pascua la más importante: “Bienaventurados los que creen sin haber visto”. 

Y Tomás termina el diálogo con Jesús con una de las afirmaciones de fe más simples pero más bellas: “Señor mío y Dios mío”. Es el credo, en resumen, de los cristianos, de los seguidores de Jesús, de la Iglesia. Es la profesión de fe más antigua, el reconocimiento de Jesús como el Hijo De Dios, como Dios mismo. Es la oración más cortita y el más grande de los piropos.

Estos signos son unos cuantos de los muchos que realizó Jesús, unos pocos de los innumerables testimonios. Así termina la tercera perícopa y el texto joánico de hoy. Muchos signos y testimonios fueron escritos y recogidos en el libro del evangelio. No era posible recogerlos todos por escrito. Pero esta expresión tiene también un sentido de futuro, porque después han seguido creciendo y siendo más los signos y testimonios del Resucitado, porque el Evangelio es un libro abierto hasta nuestros días. Porque Jesús sigue realizando signos y porque hoy día son muchos los que descubren al Resucitado y nacen a la fe. Y de eso yo doy testimonio, porque yo también soy testigo del Resucitado y de los signos que ha realizado en mí, porque yo creo en Él aun sin haberlo visto, porque he visto cómo tantos y tantos creen en Él, pues la fe de los demás también fortalece la mía. Por eso me siento Iglesia, la amo y tengo su misma fe, la que me ayuda a decir todos los días, incluso al anochecer: “Señor mío y Dios mío”.

Emilio José Fernández, sacerdote.

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