miércoles, 25 de abril de 2018

Evangelio Ciclo "B" / QUINTO DOMINGO DE PASCUA.

Quien no está unido a Cristo no puede vivir espiritualmente fuerte ni dar buen fruto. Jesús es el fundamento, el alimento y la vida de todo cristiano. Quien no da fruto sino que vive sólo para sí no se puede llamar discípulo de Jesús.


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El domingo pasado, en el texto del Evangelio de la celebración litúrgica, se nos presentaba a Jesús con la imagen de un pastor bueno que guía y cuida del nuevo pueblo de Dios, la Iglesia.

Nuevamente en este domingo de Pascua el texto del Evangelio nos presenta a Jesús con otra imagen que tiene mucho significado simbólico en la Biblia: la imagen de la vid y de la viña.

En el Antiguo Testamento se nos comprara la mayoría de las veces a la vid o la viña con Israel, el pueblo elegido y que Dios cuida de manera amorosa.

Cuando Jesús se comprara así mismo con la vid, nos está diciendo que Él es el verdadero pueblo de Dios y que ya no lo es Israel, por lo que Él supone un distanciamiento y una ruptura con el judaísmo y con lo anterior. A partir de Jesús el pueblo de Dios será la nueva comunidad que Cristo funda y sin un territorio establecido, porque esta comunidad cristiana está llamada a extenderse y a hacerse presente en todo el mundo.

El pueblo de Dios que nace con Cristo es la Iglesia, y ésta nace, existe y se sostiene en su relación con Jesús. Dicho de otra manera, sin Jesús la Iglesia ni existe ni tiene sentido. La Iglesia sólo se comprende por su unión con Cristo. Porque de la misma manera que el sarmiento no puede tener vida ni dar fruto si no está unido a la vid y si no se alimenta de su savia, tampoco el discípulo y la comunidad eclesial pueden tener vida y dar fruto si no están unidos a Cristo y si no son alimentados por Él. El cristiano o la comunidad cristiana que no está unida a Cristo y no recibe su Espíritu termina careciendo de vida y no puede dar frutos.

Es curioso cómo Jesús no dice que Él es el tronco, sino que dice que Él es la vid, lo cual engloba al tronco, a los sarmientos y a los frutos. Y la fuerza del texto está en la relación que se da tan estrecha y vital entre el tronco y los sarmientos. Esta relación conlleva el permanecer unidos a Cristo, y esta permanencia es la que posibilita los frutos.

Esta perícopa, que tiene tres partes, debemos interpretarla desde nuestros dos niveles como personas de fe, esto es, a nivel individual y a nivel comunitario. 

En la primera parte de este relato se nos describe el trabajo del Padre como viñador y dueño de la viña, que la cuida y la limpia. La limpieza que hace el Padre no es la destrucción de los sarmientos sino la conversión que provoca en ellos para que pasen de ser estériles a dar frutos. El proceso de conversión viene indicado con la poda. Y es que el Padre, como buen labrador y viñador nos poda. A los que dan fruto los poda para que den más y mejores frutos. Eso quiere decir que el Padre poda a los que ama y quiere, que no se conforma con lo poco cuando podemos dar más. Nos corta los brotes de egoísmo, soberbia, comodidad y avaricia que se dan en nosotros y que impiden que demos buenos frutos. Sin embargo, el Padre a los sarmientos que no dan fruto ni prometen ese fruto no los poda sino que los corta y los quema, es decir, quien se resiste a Dios él mismo se anula.

¿Y cómo nos poda el Padre? Pues a través de personas, circunstancias y situaciones de la vida. Y lo que es muy importante y no siempre lo tenemos en cuenta ni lo valoramos: también nos poda a través de la comunidad. Nos poda a través de los pobres con los que nos ejercitamos en la caridad y en la solidaridad, a través de los amigos que nos corrigen con cariño y con los que aprendemos a compartir, e incluso a través de los que nos desprecian o no nos consideran porque nos hacen ver también nuestros defectos para así poder trabajarnos. Y el Padre también nos poda cuando cada uno de manera personal se esfuerza en cambiar y en superarse.

Desde la experiencia podemos decir que la mayoría de las veces la poda no la provocamos nosotros sino que nos la trae o nos la encontramos en la propia vida. Circunstancias y situaciones provocadas por la vida y que Dios aprovecha para nuestra poda. 

La poda no deja de ser una herida, una amputación, por eso podemos considerarla como algo negativo, evitable, innecesario. Sin embargo somos conscientes de que es necesaria y valoramos sus resultados. Sin la poda las plantas como las personas no viven, no crecen, no se limpian, no dan fruto, no se fortalecen. Las personas y los grupos humanos necesitamos de la poda.

La poda, ya sea voluntaria o involuntaria, a tiempo o a destiempo, es la clave para entender a quienes han madurado, se han hecho fuertes y han dado grandes frutos, como los santos y las santas.

En la segunda parte de este relato aparece con relevancia el verbo “permanecer”. El secreto para que cada discípulo y toda la comunidad tengan vida y den fruto está en la permanencia o perseverancia de la unión con Cristo. Porque esta unión permanente es la que hace posible que fluya y nos llegue la savia del Espíritu de Jesús, que es el que nos comunica su vida y nos hace fructíferos.

Es preciosa y profunda la expresión de Jesús con la que nos dice que Él es la vid y de que nosotros somos los sarmientos. Así se subraya que la unión que debe haber entre Él y nosotros es total, íntima, vital, esencial, imprescindible y permanente. Porque la vid y los sarmientos no son dos cosas distintas sino que forman parte de un todo, de una unidad. Lo único que les hace diferentes es que la savia brota de la vid y no de los sarmientos, por lo que los sarmientos necesitan de la vid para ser alimentados, y así tener vida y producir frutos. Sin la vid los sarmientos no son nada. La savia del Espíritu es la misma para todos los sarmientos. Los sarmientos tienen identidad, se entienden y son necesarios sólo cuando están unidos a la vid. Permanecer es también traducido como quedarse o seguir con. En definitiva, el creyente como el discípulo no es nada sin Cristo; necesita el creyente y el discípulo esta unión constantemente a Cristo y también ser constante en la tarea de la escucha de su palabra.

En la tercera parte del relato se nos habla de los frutos agradables a Dios con los que el creyente o el discípulo lo glorifican. 

La vocación de cada sarmiento es la de dar fruto, para eso tiene vida. Dar fruto es lo mismo que decir “tener una vida de compromiso” con Dios y con los demás. El compromiso que ha de tener cada cristiano y cada comunidad cristiana no es un añadido o un adorno en sus vidas sino que es la consecuencia de su unión con Cristo y con su Espíritu que constantemente nos empujan a la acción, a la praxis, a la coherencia de lo que sentimos y de lo que hacemos. Estar unidos a Cristo no es igual que estar encerrados en Cristo o en nosotros mismos. El encerrarse es la anulación, la falta de crecimiento y la falta de libertad. La espiritualidad del nuevo pueblo De Dios no consiste tan solo en la unión y alianza con el Padre sino en el fruto que nace de esta unión. La vida del creyente en Cristo ha de ser una vida de frutos, no para vanagloriarse, no para enorgullecerse, sino para grandeza y gloria del Padre.

Ha habido y hay una corriente de espiritualidad y de entender la espiritualidad como el meterse en un búnker para estar aislados de todo y así alcanzar una unión con Dios que nos llene de una paz y una felicidad que consisten en la ausencia de problemas o de sufrimientos. Hay una espiritualidad que busca en las celebraciones litúrgicas unos momentos de embriaguez festiva o ritualista que nos hace olvidarnos de lo que nos preocupa. Existe hoy la moda de métodos orientales, confundidos con la oración, que no consisten en la búsqueda de Dios sino en la búsqueda egoísta, placentera y facilona de paz y armonía interior. Quedarte en lo que te gusta y no comprometerte en cambiar tu vida y lo que te rodea, ni te transforma ni te hace testigo.

Esta perícopa o parábola de la Vid y los sarmientos viene a estallar toda falsa espiritualidad cristiana que no tiene como objetivo nuestra unión con Cristo para un mayor compromiso desde la Iglesia con el mundo y sus necesidades. Estamos llamados a ser misioneros, ser reflejo de Cristo en el mundo; y al mismo tiempo estamos llamados a construir un mundo mejor desde el Evangelio, implicados para que todo hombre y mujer gane en dignidad como persona y como hijo e hija de Dios. De no ser así, nuestra espiritualidad es estéril, superflua y de “postureo”.


Emilio José Fernández, sacerdote.

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