viernes, 1 de abril de 2022

DOMINGO V DE CUARESMA / Evangelio Ciclo "C"

Juan 8, 1-11

Nos encontramos con esta perícopa del evangelio de Juan que la mayoría de los especialistas consideran que en su origen no formaba parte de este evangelio, porque su estilo narrativo, vocabulario y temática son más coincidentes con el evangelio de Lucas.

Introduciéndonos en el mensaje de este relato, partimos de la base que en Israel el adulterio era considerado un delito público, a nivel social, y un pecado, a nivel religioso, porque atentaba contra la Ley de Dios. Tal como nos encontramos en el libro del Levítico, el adulterio era castigado con la muerte. Con el tiempo se produjeron transformaciones y modos distintitos de interpretación que, desde una mentalidad machista, solo se consideraba adúltero al hombre casado que mantenía relaciones con una mujer casada, pero no así si era una mujer soltera, esclava o prostituta. Sin embargo, para la mujer casada era suficiente con que mantuviese relaciones con cualquier hombre para ser acusada de adúltera. Cuando se comprobaba que un hombre o una mujer eran adúlteros, la comunidad les apedreaba públicamente de manera ejemplarizante.

Jesús se encuentra en el templo enseñando a la multitud que allí se agolpaba, toda una ocasión para que sus enemigos quieran provocar una trampa para tener de qué acusarle y deshacerse de él. Los letrados y fariseos, amantes del cumplimiento de la Ley de Dios e implacables con los que no la cumplen, le traen una mujer que había sido sorprendida en adulterio y la ponen delante de Jesús y en medio de todos los presentes. A continuación, hacen la pregunta para que Jesús emita un juicio de condena o de liberación para esta mujer, porque según la Ley de Moisés debe morir y según la legislación romana nadie puede condenar a muerte a otra persona sin la autoridad del imperio. Si nos damos cuenta, la trampa consiste en que diga lo que diga Jesús, o incumple la ley mosaica o incumple la ley romana, por lo que entonces quien queda automáticamente condenado es el mismo, o por los judíos o por los romanos.

En ese momento de tensión, Jesús sorprende a todos con su juicio, sin mirar a nadie, que es doble: a los acusadores les hace considerarse los pecadores (“Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”) y a la acusada la libera al darle el perdón y una oportunidad nueva (“Pues tampoco yo te condeno. Vete y en adelante no vuelvas a pecar”). De esta manera Jesús ha reventado el plan de sus enemigos y públicamente ellos han quedado, aparte de humillados, señalados como los verdaderos pecadores por su falta de misericordia.

Jesús nos demuestra de esta manera y a través de un caso real, que Dios no condena sino que salva de la muerte al pecador, lo acoge y lo reinserta en la comunidad. Por eso, la Iglesia y toda comunidad cristiana tienen que procurar la salvación de todo pecador antes de señalarle y condenarle, es decir, ha de corregir, ayudar y acoger, aunque las leyes humanas y la sociedad actúen de otra manera.

Jesús nos enseña que la misericordia de Dios perdona al pecador, pero no justifica ni exculpa el pecado, porque el pecado tiene su gravedad y su importancia. Lo que Jesús hace es invitar a la conversión, que consiste en no volver a cometer el mismo pecado.

Jesús saca los colores a los acusadores de la mujer adúltera que van de jueces y terminan siendo juzgados por el único que no tiene pecado, el Señor; y así los desmonta uno por uno, empezando por los más ancianos, pues, a mayor edad se tiene, mayor pecador se es. Las personas no somos quiénes para ser jueves de nadie ni para condenar en nombre de Dios. Y si Dios no condena, sino que perdona al pecador arrepentido, ¿con qué autoridad lo hacemos nosotros? 

El pecado nos separa de Dios y nos aísla de los hermanos. Por eso resalta en su actuación el texto, cómo Jesús más que condenar una conducta sexual, a la que no le resta importancia, condena enérgicamente la hipocresía y la injusticia de los fuertes hacia los más débiles.

Los acusadores de la mujer adúltera han sido implacables con ella y no dan lugar a una nueva oportunidad, sin embargo, el Señor deja lugar para el cambio y la conversión, y esa es la verdadera misericordia: perdonar y dar ocasión para que haya conversión y salvación. La misericordia divina rompe el pasado pecador de la persona y ofrece un camino a la santidad. Jesús aparece nuevamente como el Señor de la vida, el vencedor de la muerte, el dador de vida: el Resucitado.

Emilio José Fernández, sacerdote


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