viernes, 24 de septiembre de 2021

DOMINGO XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO / Evangelio Ciclo "B"

Jesús sigue acompañado por sus discípulos que le van planteando problemas que le llevan a resolverlos con una enseñanza con la que él aprovecha para corregir ciertas conductas de su comunidad de seguidores, de las comunidades primitivas cristianas y de las venideras. 

En tiempos de Jesús y después de su resurrección, había personas, procedentes del mundo judío y griego, que eran taumaturgos, sanadores y exorcistas, que fueron actuando en nombre del Señor sin pertenecer a las comunidades cristianas y que tenían éxito en sus actuaciones. Para algunos de los discípulos del Maestro, estas personas que actuaban en nombre de Jesús sin pertenecer al grupo les suponían una molestia y los consideraban usurpadores y competidores. Informado el Maestro de la existencia de estas personas, sorprende su repuesta comprensiva y acogedora, porque entiende que todo el bien que se haga con fe y buena voluntad, aunque se haga fuera de la comunidad, ha de ser valorado, respetado y motivo de alegría, ya que no podemos considerarnos que los cristianos tenemos la exclusiva de hacer el bien. Todo bien que hagamos a los demás agrada a Dios, como todo lo que hagamos que perjudique a los demás, a Dios no le agrada. Toda obra de caridad humana que se haga es un bien preciado por Dios, y Él lo premia. Las personas que trabajan por el bien común han de hacerlo en colaboración, y la Iglesia (los cristianos) no puede despreciar a otras instituciones y personas que hacen el bien, aunque no pertenezcan a ella. No podemos vivir desde el individualismo intolerante, exclusivista y sectario, una tentación que se nos presenta cuando, llevados por nuestro orgullo y prepotencia, buscamos ser los únicos protagonistas. 

Jesús pone como pecado grave las conductas personales y comunitarias que hagan daño a los más débiles, sensibles y vulnerables. Nuestro mal ejemplo de vida cristiana y nuestros comportamientos corruptos e inmorales no sólo pueden herir la conciencia de los demás, sino que hasta pueden dañar la propia fe en Jesús de quienes nos miran. Porque cuando nos miran a nosotros como discípulos del Señor, en nosotros lo ven a Él o nosotros podemos alejarlos de Él. Hay situaciones escandalosas como el abuso de poder, el individualismo, la insolidaridad, la falta de fraternidad y de caridad entre nosotros, la violencia destructiva… La Iglesia ha de ser anunciadora de buena noticia que provoca diálogo, acogida, entendimiento, unión de fuerzas, solidaridad…

Esta es la comunidad que Jesús nos propone una vez más como alternativa a otras formas de vida y de relacionarse con los demás. Desde la fe hay un cambio, una vuelta de valores y de comportamientos. Eso exige una radicalidad en la conversión y no quedarnos a medias titas. Dios no quiere buenos propósitos sino cambios profundos que consisten en apartar de ti y de tu vida todo aquello que te conduzca y lleve a obrar incorrectamente y de manera destructiva. Dios quiere que antes destruyamos en nosotros, que nos arranquemos de cuajo y no a medias, todo lo que nos pueda podrir interiormente.

Por eso Jesús termina hablando de la sal y de la salazón de nuestro corazón, de la Iglesia y del mundo. La sal en las culturas antiguas era un bien muy preciado y valorado, porque no sólo da sabor a los alimentos, sino que los conserva y los hace perdurar, ayuda a purificar y cicatrizar heridas. La sal se relaciona en la Biblia con Dios, que es lo diferente a la corrupción y el hedor, relacionados con los demonios en las culturas orientales.

El Señor nos pide a cada uno y a las comunidades cristianas, es decir, a la misma Iglesia, ser la sal del mundo, para que con nuestra vida cristiana en autenticidad seamos la alegría en la tristeza, para que el bien siempre se conserve y no sea sustituido por el mal en todas sus presencias (violencia, insolidaridad, destrucción, etc.). Tenemos que ser esos “saleros” que hacemos agradable la vida comunitaria y de los demás. Sólo cuando seamos sal los unos para los otros, viviremos en paz, armonía y alegría.

Emilio José Fernández, sacerdote


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