Culminamos el tiempo litúrgico de la Navidad con la fiesta del Bautismo del Señor, una escena con la cual el Evangelio nos presenta el inicio de la vida pública de Jesús y de su gran misión de anunciar y hacer presente la llegada del reino de Dios.
Juan realiza un bautismo de conversión en el río Jordán, y Jesucristo se pone a la cola, sin necesidad de recibirlo: como ejemplo de humildad y de entrega, como anuncio de que la salvación que viene de él es para todos, incluidos los últimos y los pecadores, y como anticipo de su propio final: la muerte (sumergirse en las aguas) y la resurrección (salir de las aguas).
De manera solemne se nos narra la confirmación de la divinidad de Jesucristo, con la manifestación del mismo Dios Padre que lo reconoce como “el Hijo, el amado”. El Mesías y Ungido recibe el Espíritu Santo que le acompañará en todo su ministerio y que entregará a la Iglesia, tras su resurrección, para que continúe, a través de cada uno de nosotros, los bautizados, la misión comenzada por el Cristo.
Hoy tenemos que dar gracias a Dios por el don de la fe adquirida en nuestro bautismo, mediante el cual pasamos a ser hijos de Dios y hermanos de todos los miembros de la Iglesia, de la que también formamos parte mediante este sacramento de la iniciación cristiana. Por el bautismo recibimos al Espíritu Santo en nuestras vidas y caminamos hacia la santidad que nos permita gozar en la plenitud del reino de Dios, con la resurrección que Jesús nos ha prometido.
Emilio José Fernández, sacerdote
