sábado, 2 de marzo de 2019

Evangelio Ciclo "C" / OCTAVO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO.

La hipocresía, una enfermedad muy común que no nos hace ser sinceros ni transparentes, que nos puede llevar a ser destructores y a no ser sanadores y liberadores de los demás.

Lucas nos vuelve a sorprender y remover por dentro con este pasaje del Evangelio de este domingo último de la primera parte del Tiempo Ordinario, porque el próximo miércoles iniciamos la Cuaresma, por lo que este discurso de Jesús sirve como un aperitivo que nos introduce en el tiempo penitencial y de conversión que viviremos en las próximas semanas.

Se trata de un texto que recoge un conjunto de frases llenas de sabiduría popular y que el autor pone en boca de Jesús dirigiéndose a todos los oyentes, y con unas reflexiones en las que hay muchos planteamientos psicológicos porque ciertas actitudes provocadas por los sentimientos que laten dentro de nosotros se pueden convertir en una enfermedad para nosotros, afectando también a nuestra vida espiritual.

Es verdad que el "postureo" hoy está muy de moda y sobre todo cuando nos sentimos mirados por los demás en el ámbito de las redes sociales. Cuidamos la imagen que nosotros damos a los demás e intentamos por unos minutos mostrarnos como lo que verdaderamente no somos. Pero Jesús va más allá, y lo que hoy denuncia, porque puede formar parte de la persona humana y de la vida social y porque también puede formar parte de la vida de un creyente y de la misma Iglesia, es la HIPOCRESÍA.

Cuando nos relacionamos con los demás con una superioridad, cuando abusamos de la autoridad que podemos tener en la familia, en el trabajo, en las responsabilidades que desempeñamos, en la parroquia... terminamos aprovechándonos de la situación y de las personas, incluso podemos llegar a la opresión del otro. Quien no va eliminando de su corazón el orgullo, sus palabras y hechos se contaminan de la mentira, la difamación. ¡Cuánta autocrítica tenemos que hacer! Pero con nuestras críticas nos dedicamos a acusar y a ser jueces de los demás.

Hipocresía y orgullo religioso van de la mano en este pasaje, porque consiste en querer corregir a otros de lo que uno no se corrige, por lo que podemos ser guías ciegos. Jesús no prohíbe la corrección fraterna, más bien nos indica el modo de hacerlo: con humildad y sin juzgar el interior, que únicamente Dios conoce. El juicio sobre la bondad o la maldad de las personas sólo corresponde a Dios. El discípulo ha de actuar con los criterios y las formas con las que lo hace el Maestro..., y cuando el discípulo quiere sobrepasarlo, hace el ridículo. No somos más que el Maestro ni somos dioses.

Cuando no vivimos ni hacemos las cosas desde el amor podemos hacer daño y hasta destruir. No se trata de algo barato, sino de algo que tiene que preocupar.

Cada uno da a los demás lo que lleva dentro. Hay cosas que no se improvisan, y los frutos buenos los produce un corazón que pasa de ser enfermo a sano, que se ha esforzado en aprender de Dios. Un corazón así es liberador, pero quien lleva en su corazón la mentira y el odio, el afán de poder y de lucro, no puede liberar a nadie. Por eso cada uno da lo que es y vive.

Un árbol que es estéril no puede ser bueno como tampoco un discípulo no puede ser bueno si no da frutos liberadores. Cuando nuestra moral, nuestra estética, nuestra vida comunitaria y hasta nuestro culto están vacíos de un sentimiento de Dios y sin embargo están llenos de un cierto individualismo, no sirven para nada, porque nos hacen indiferentes e insensibles ante los demás. La fe viva se muestra en una fe coherente por sus obras de amor y de liberación.

Emilio José Fernández, sacerdote

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