jueves, 15 de marzo de 2018

Evangelio Ciclo "B" / QUINTO DOMINGO DE CUARESMA.

Todos tenemos nuestra hora, momento en el que mostrar nuestro amor a Dios y a los demás, haciéndolo en medio de sufrimientos que nos hacen más grandes cuando lo vivimos juntos y por amor a ese Dios que nos ama y nos llena de vida. 


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Seguimos con un texto del evangelio de Juan que nos sitúa nuevamente en la ciudad de Jerusalén en donde Jesús se encuentra con motivo de la fiesta de la Pascua, en los últimos días de su vida terrena antes de morir en la cruz.

Se trata de un texto en el que se unen dos episodios con un mismo contenido teológico y cosidos por un tema muy presente en el evangelio joánico: "la hora" de Jesús.

En el primer episodio se nos narra la llegada de unos griegos, por lo tanto paganos, que buscan a Jesús a través de uno de sus discípulos. Esto es un reflejo de lo que sucederá tras la muerte y resurrección del Señor cuando la Buena Noticia se anunciará a todo el mundo. El seguimiento de Jesús, el anuncio de sus palabras, el continuar su obra, es la vocación misionera de todo cristiano y de toda la Iglesia, que evangeliza a todos los pueblos de la tierra más allá del territorio judío.

En el segundo episodio nos narra el sentimiento de abatimiento que Jesús experimenta ante su muerte y que Él ya está esperando. Este sentimiento pone en evidencia la condición tan humana de Jesús, que es frágil y débil como nosotros. Este fragmento es un continuo paralelismo con Getsemaní, el Monte de los Olivos, en donde Jesús ora y vive con angustia los momentos previos a su detención.

"La hora" en el evangelio de Juan es un rasgo característico con el que el autor se refiere no al tiempo histórico sino al tiempo teológico, porque es el momento del Padre y que Jesús hace suyo. Desde "la hora" se explican todos los acontecimientos y actuaciones de Jesús. ¿Y cuál es la hora? Juan la concreta cuando sitúa la muerte de Jesús en la "hora sexta", tiempo que coincide con el momento en el que se sacrificaban los corderos para celebrar la Pascua, momento de la muerte, hecha entrega, de Jesús como el Cordero de Dios, clausurando la antigua Pascua de los judíos y dando comienzo la nueva Pascua, la de los cristianos, la Pascua definitiva. Por eso, la hora entendida como muerte no desemboca en el fracaso sino en la glorificación, en el triunfo de la muerte por la resurrección, que es triunfo y gloria del Padre. Cuando se entrega la vida es cuando aparece la gloria, el amor de Dios, la plenitud del Padre y la del Hijo, comparada en esa breve parábola con el grano de trigo que al morir da mucho fruto. El amor es fecundo y no es estéril, y se hace visible en la hora, en la entrega, cuando la muerte pasa de ser un hecho negativo a ser un fruto de vida.

La voz venida del cielo resume el sentido de obediencia que Jesús da a su muerte, por lo que el Padre lo ha glorificado. Jesús vive su pasión y muerte en obediencia a la voluntad del Padre. Obediencia que es consecuencia de la confianza que el Hijo tiene puesta en el Padre y del amor que el Hijo tiene al Padre. Sin confianza y sin amor no hay entrega ni obediencia. Jesús libremente va a la muerte, y por amor está decidido a sufrir y a morir. Un corazón así es el corazón de quien ama a Dios Padre con todo su ser y todas sus ganas. 

Hay en nuestro mundo muchas personas que como aquellos griegos quieren ver a Jesús y nos piden que se lo mostremos nosotros, los que decimos conocerlo y seguirlo como cristianos y cristianas. La cuestión está en si nosotros seremos capaces de satisfacer esa solicitud. Cuando nuestra vida es un reflejo del Evangelio y se transparenta que está entroncada en Cristo, podemos ser entonces un espejo en el que los demás vean, conozcan y puedan amar a Jesús.

Pero hemos de mostrar a un Jesús que no huye de la muerte ni del dolor, que enterrando su egoísmo está decidido a darlo todo, a darse entero dando su propia vida. Un Jesús que es consciente de que su muerte nos salvará a todos los humanos de todos los tiempos y de todas las razas. Un Jesús que sabe que su muerte es el triunfo sobre el mal que siempre está al acecho. Eso no quita que no viva su muerte con angustia y con la tentación de evadirla, pero a pesar de eso la asume desde y para Dios. Y todo ello es un indicativo para todos sus discípulos y discípulas: el que quiera seguirle ya sabe lo que le espera, porque Él nunca engaña como tampoco defrauda.

Pues los discípulos de Jesús estamos llamados a ser granos de trigo que mueren pero que no desaparecen sino que se transforman en el fruto que glorifica a Dios. Sin darse no se engendra, sin arriesgar no se gana, porque quien no ama no vive, y el que ama da vida en todo lo que hace. Hacer el bien por amor, aunque a veces duela, es la mejor inversión que podemos hacer los humanos. Si tu vida te la guardas para ti, tu vida será estéril. Si tu vida la gastas amando y haciendo el bien, tu vida nunca se acabará.

Ojo, Dios no quiere la muerte ni el sufrimiento porque es el Dios de la vida y del amor. Es natural que las personas queramos evitar el dolor de la enfermedad, de las drogas y vicios, etc. Pero hay un sufrimiento que es necesario asumir en la vida, y ese es el sufrimiento que hemos de pagar como precio por nuestra lucha y esfuerzo por hacer un mundo mejor en el que ya no haya dolor ni pena. Cuando se sufre con un ánimo de superación y de vencer el mal, entonces merece la pena sufrir. Es verdad que en la vida podríamos evitar cada uno de nosotros muchos sufrimientos y sinsabores, pero cuando uno ama también sufre por el amor que tiene a los demás, amor que no le permite desinteresarse del dolor y sufrimiento de los demás. Porque amar es ser también solidario en el dolor de las otras personas que tengo cerca de mí. Seguir a Jesús me hace ser sensible y solidario con el dolor de mis hermanos y hermanas, y que ese dolor ajeno me duela a mí. Porque amar no es tomarse dos cervezas o hacer un viaje turístico. Amar es estar a tu lado cuando más me necesitas y hacer de tu lucha contra tu sufrimiento mi propia lucha. Sólo así entenderemos cómo Jesús cogió su cruz para llevar junto a ella nuestras propias cruces. El cristianos ni ama el dolor ni es un masoquista, sólo que por amor y compromiso por la vida acepta hasta la propia muerte.

Cada uno tiene su hora, y llega cuando en nuestra vida todo lo que hacemos y todo lo que vivimos lo realizamos por Dios y para Dios, cuando actuamos en su nombre y en su beneficio en nuestra existencia presente, haciéndose presente Él en nuestra vida y en nuestra historia. Y esa hora llega cuando Él quiere, esperando siempre nuestra respuesta obediente y nuestra entrega total para que esa hora llegue a su plenitud.

Emilio José Fernández, sacerdote.

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