miércoles, 28 de marzo de 2018

Evangelio Ciclo "B" / JUEVES SANTO, EN LA CENA DEL SEÑOR.

Te has puesto a mi altura y te rebajas ante mí, lavas mis pies y fortaleces mi camino. Me alimentas con tu Pan y tu Vino, porque no sólo me das la vida, sino que cada día me la regalas haciéndote mi alimento, dándome tu Sangre y tu Cuerpo. 


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Metidos ya en la Semana Santa, llegamos a la tarde del Jueves Santo en la que, con la celebración de la Cena del Señor, iniciamos el Triduo Pascual, el corazón de estos días.

La Cena del Señor aparece en los cuatro evangelios, pero en los tres primeros, llamados también sinópticos (Marcos, Mateo y Lucas), nos la sitúan como el momento de la institución de la Eucaristía. No ocurre lo mismo en el evangelio de Juan que se proclama esta tarde, donde sólo este autor nos narra e incluye en este contexto el lavatorio de los pies, un gesto realizado por Jesús con sus discípulos.

Nos encontramos en la ciudad de Jerusalén horas antes del arresto de Jesús y de todo su proceso jurídico que le llevará a la muerte en cruz. Jesús ha vivido en los últimos días situaciones muy intensas de peligro porque sus palabras y actuaciones han provocado la ira en sus enemigos, choque que está llegando al límite, pues Él sabe bien que su vida está en juego porque cada vez son más los líderes religiosos que desean eliminarle. Por eso, para celebrar la fiesta de la Pascua, la más importante para los creyentes judíos y con la que conmemoran su paso de la esclavitud en Egipto a la libertad como pueblo de Dios, Jesús se ha hospedado en Betania, aldea residencial cercana a Jerusalén, en casa de unos amigos.

Debido a esta situación de tensión, la Cena pascual no tuvo que ser cómoda y seguro que Jesús la vivió con preocupación y angustia. Durante la Cena Jesús sorprende con un gesto improvisado y que llamó la atención de sus acompañantes, pues se trató de algo inesperado. Cierto es que en los preceptos para celebrar esta Cena existía el rito de la purificación que consistía en que los comensales debían lavarse con agua antes de tomar los alimentos. Ellos ya se habían lavado, pero en la época se lavaba los pies a las personas de gran importancia social y era un acto que realizaban los esclavos, y, en caso de no haberlos, las mujeres. 

Sin embargo en este pasaje es Jesús el que se dispone a lavar los pies a cada uno de sus discípulos, lo cual incomoda a algunos de ellos como sucede con Pedro. Y es que han entendido perfectamente un gesto sin palabras pero con un profundo y claro mensaje: el servicio y la caridad fraterna. Si el Maestro actúa así, los discípulos no han de ser menos, por lo que todos los presentes se sienten cuestionados, como también nosotros al escuchar este relato evangélico.

Jesús, a modo de gesto profético, también está anunciando en el lavatorio de los pies lo que horas más tarde va a vivir hasta entregar su vida, como servicio a toda humanidad, en la cruz. El cristiano como seguidor del Señor ha de llevar una vida en servicio a Dios y a los hermanos, no buscando privilegios ni honores sino en todo servir y en ocasiones ser el último. Jesús nos muestra el compromiso que el Padre tiene con los hombres, rompiendo así el esquema que se tenía de la relación entre Dios y el hombre. Ya no somos esclavos de Dios, sino que Él nos sirve la mesa y nos lava los pies, haciéndose el menos importante delante de nosotros por todo lo que nos ama. Con la misma humildad con la que ha lavado los pies abrazará el peso de la cruz. Todo un Dios viviendo lo que le corresponde a los humanos más inferiores, pues la muerte en cruz era una condena de los romanos para esclavos, delincuentes, y extranjeros. Jesús, siendo el más grande se ha hecho, libremente, el más pequeño. Impresionante lección del Maestro, que vive lo que enseña y predica con palabras.

Juan no describe la celebración de la Cena como lo hacen los otros tres evangelistas, porque ha sustituido dar los detalles de una cena, que en la época eran por todos conocidos, por una escena, la del lavatorio, con la que nos explica lo que sucede cada vez que celebramos la Eucaristía.

Con un poco de pan y un poco de vino, alimentos fundamentales en la cultura mediterránea, que saben a fiesta y a amistad, a compartir y a regalo, Jesús no sólo nos da una gran lección y no sólo anticipa lo que sucederá horas después en la cruz, sino que se ha querido quedar como alimento y hecho sacramento. 

No nos ha querido dejar solos, no nos abandona porque somos sus hijos, sus amigos, sus seguidores.  La misión y el deseo más grande de todo padre es que a sus hijos e hijas no les falte nunca el alimento, porque sin alimento mueren. Entrega su vida y nos deja, pero no de manera definitiva, pues tras su resurrección seguirá con nosotros en la Eucaristía que también, a modo de despedida, celebró horas antes de su entrega de la vida en la cruz. Antes ya se nos ha dado en el Pan y en el Vino, su Cuerpo y su Sangre. Nos lo ha dado todo y se ha despojado de todo.

Ha siso tan radical amando, que esa forma de amar le lleva a la muerte. Ya no le importa su vida sino la de los demás, la de sus hijos e hijas, la de los suyos. Y si para que nosotros vivamos Él tiene que morir, muere por nosotros. Este amor y esta entrega se celebra en una liturgia con la que se actualiza cada día que celebramos la Eucaristía. 

En esta bella tarde Jesús nos reúne a nosotros junto a la mesa como lo hiciera hace siglos en la última cena con sus discípulos. Nos lava los pies al mismo tiempo que nos mira a los ojos y a nuestro corazón. No quiere que faltemos ninguno a su fiesta y nos reúne en torno a Él, haciendo comunidad.

Nos sienta a su mesa porque es un signo de amistad: porque confía en nosotros y al mismo tiempo nos quiere cuidar ya que nos ve débiles, pobres y hambrientos. Porque en esa mesa compartimos, además de los alimentos, los sentimientos que nos unen entre nosotros y que nos unen con Él: sufrimientos, miedos, esperanzas, dudas, alegrías... A través del sacerdote Él nos sirve y se nos da nuevamente lavándonos los pies y dándonos de comer, nos devuelve la dignidad de hijos que hemos perdido por nuestros pecados, sana nuestras heridas y alimenta nuestro espíritu. 

Somos pueblo de Dios nacidos del bautismo y todos somos iguales ante el Señor, nadie es más importante que otro. Compartimos un mismo pan y vino, y una misma vida: la de los seguidores de Jesús. Pan y Vino en abundancia para todos, que sobra y se reserva para que lo podamos seguir adorando en el sagrario y en el hermano que demanda nuestra ayuda, porque donde hay caridad y amor, allí también está Dios.

Emilio José Fernández, sacerdote.

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