jueves, 8 de febrero de 2018

Evangelio Ciclo "B" / SEXTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO.

Dios toca nuestras heridas y abre las puertas de su corazón a todos los hombres y mujeres, especialmente a quienes han sido marginados.


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Hoy nuevamente presenciamos otra actuación de Jesús, en la que el evangelista Marcos nos da pocas descripciones del lugar y de los personajes, porque la escena, aparte de que nosotros la podamos situar en Galilea, puede desarrollarse en cualquier sitio y tiempo.

Nos encontramos ante una enfermedad, la lepra, que no sólo es una falta de salud física y corporal sino que tiene proyecciones espirituales como enfermedad también del alma. Tener la lepra, además, conllevaba unas consecuencias sociales y religiosas. 

Se trata de una enfermedad que marginaba al enfermo y le hacía vivir de manera marginal, rechazado por todos y teniendo que estar viviendo en lugares alejados para no contaminar la enfermedad. Esta situación hacía que el leproso viviera con gran dolor en su corazón la soledad y el desprecio. 

Tener la lepra era como estar muerto en vida, ir muriendo poco a poco y lentamente. Además tenía unas connotaciones religiosas, porque ser leproso era considerado e interpretado como haber sido castigado por Dios o, dicho de otra manera, como estar abandonado de Dios.

La cura de un leproso era semejante a la resurrección de un muerto, acción que únicamente Dios podía realizar, y era blasfemia grave que un hombre se atribuyera estos poderes. Sólo los sacerdotes judíos eran quienes podían dar por válida la curación como una actuación de Dios, y, en ese caso, mediante un ritual, los sanados eran nuevamente acogidos en la comunidad.

Si alguien tenía contacto físico con un leproso corría el riesgo de quedar contagiado, pero al mismo tiempo era considerado también una persona impura, no pudiendo relacionarse con el resto de la comunidad hasta no haber sido purificado.

Una vez que nos hemos situado en lo que significaba social y religiosamente la enfermedad de la lepra en aquella época, podemos adentrarnos en el mensaje que con pocas palabras Marcos nos está transmitiendo.

El evangelista nos coloca delante de un leproso que con actitud humilde y con mucha fe pide ayuda a Jesús. A continuación tenemos algo que escandalizaría a los oyentes de este pasaje evangélico, y es que Jesús, tras sentir compasión, que es lo mismo que hacer suyo el dolor del otro, toca al leproso ante la mirada atónita de los presentes. Jesús toca la enfermedad, o, dicho de otra manera, toca el dolor y la muerte de la persona. Al igual que cuando se atreve a curar en sábado, saltarse estos preceptos sobre la enfermedad de la lepra subraya nuevamente su carácter provocador.

Con este gesto afectivo y sanador el leproso queda limpio. Jesús nos muestra así la misericordia de Dios que borra todas nuestras culpas y pecados, de un Dios dador de vida y "recuperador" de personas.

Tras la curación, Jesús se dirige al leproso sanado y con mucha insistencia le da un doble mandato: que cumpla con los ritos establecidos por la ley judía para el caso de una sanación de estas características y, ante todo, que guarde en secreto la acción sanadora que ha realizado en él.

Sin embargo vemos cómo el leproso sanado no cumple la segunda petición y mandato que Jesús le da, por lo que como consecuencia será Jesús ahora el que vivirá la marginación al no poder entrar en las aldeas y ciudades, teniéndose que quedar fuera por haber quedado impuro legalmente y sin intención de purificarse. 

A pesar de esto, la gente le seguía buscando e iban a donde Él estaba, a donde se les ofrecía la vida y la alegría, el perdón y la misericordia. Todo ello se convierte en una nueva provocación y escándalo, porque se lanza un mensaje de que la curación se puede alcanzar fuera del Templo y por un laico. 

Marcos con este signo o milagro nos está advirtiendo de la llegada y presencia del Reino de Dios con la persona de Jesús. Por otra parte este signo que realiza Jesús tiene una enorme carga de humanidad porque contemplamos a un Jesús que toca y que se arriesga, se mancha las manos con el dolor de la persona. Un Jesús que tocando las llagas de la humanidad enferma muestra la cercanía de Dios rompiendo las distancias creadas por leyes humanas. Para Jesús el amor está por encima de impedimentos humanos. No le da miedo la persona ni ser rechazado por los demás. Lo único que le importa es el otro que tiene delante y su deseo de devolverle la dignidad.

El leproso una vez sanado incumple la petición de Jesús y se convierte en un mensajero de lo acontecido, en un testigo de Jesús. El evangelista no juzga esta actitud del sanado, lo cual es una forma de aprobar y de admitir positivamente lo difícil que es callarse cuando Dios ha estado grande con uno de nosotros. Todo lo que se haga por la causa de dar a conocer el Reino de Dios es bueno.

Hoy también hay leprosos, porque la marginación y el rechazo se siguen dando.  A veces nuestras actitudes con ellos son vergonzosas por el hecho de que esas personas no son como nosotros o por no considerarlos de los nuestros, por su diferencia de raza, religión, sexo, situación social, falta de cultura... 

Pero yo también puedo ser un enfermo de lepra por no ser feliz, por no tener esperanza, por ser un marginado de mi comunidad y un alejado de Dios por mis faltas y pecados. Cada vez que experimento la misericordia de Dios a través de los sacramentos, experimento mi renacer a la vida como cristiano.

Jesús hoy nos enseña a hacernos prójimo, lo cual supone hacer nuestro el dolor y la pena del otro, amarlo hasta que nos duela. No distanciarnos de los demás sino acercarnos, sin temor a que nos critiquen, nos etiqueten o nos rechacen. Porque cuando yo soy marginador, el verdadero leproso soy yo.

Jesús nos pide que tengamos su misma sensibilidad ante las leproserías de nuestro tiempo y que nos abramos a los demás, que comprendamos el dolor del otro y que ayudemos al que nos necesite. Jesús ha abierto definitivamente las puertas del Reino de Dios a todos los marginados de ayer, hoy y siempre. No seamos nosotros los que nos quedemos con las llaves poniendo cerrojos en nuestro corazón.

Emilio José Fernández, sacerdote.

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