Evangelio de Marcos 11,1-11
Marcos nos relata la entrada de Jesús en Jerusalén al final de su vida y con motivo de la celebración judía de la Pascua, la fiesta principal y central que anualmente conmemoraba la liberación del pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto.
Se trataba de una peregrinación multitudinaria en la que Jerusalén, la Ciudad Santa, triplicaba el número de su población normal. Un acontecimiento religioso que al mismo tiempo se mezclaba con la tensión política por miedo a que se produjera una revuelta por parte del grupo guerrillero de los celotes, que eran nacionalista y luchaban por la independencia de Israel que entonces era una provincia más del imperio romano. Así, pues, la ciudad también se encontraba fuertemente militarizada.
La promesa mesiánica crea expectativas en los seguidores de Jesús, al que consideran el Mesías esperado que llevará a cabo la recuperación de Israel como nación y la convertirá en potencia del entonces mundo conocido.
Sin embargo, esta entrada de Jesús en Jerusalén rompe todos los anhelos patrióticos y nos muestra a un Mesías pacífico, montado en una pollina, aclamado con ramos de olivo (símbolo de la paz) y palmas (símbolo del martirio) que va a entregar su vida por amor, en obediencia al Padre y en fidelidad en la defensa de los valores del Reino de Dios llevado hasta sus últimas consecuencias.
El Mesías es el Salvador espiritual y no militar que nos descubre un nuevo rostro de Dios, librando la peor de las batallas: enfrentarse a la misma muerte para que nosotros tengamos vida y triunfe el amor fraterno por encima de cualquier otra ley.
