viernes, 19 de marzo de 2021

QUINTO DOMINGO DE CUARESMA/ Evangelio Ciclo "B"


Continuamos este domingo cuaresmal con un relato del evangelio de Juan y, nuevamente, como el domingo anterior, tenemos delante un discurso totalmente teológico y cristológico, con una proyección hacia la Pascua, momento en el que el Padre manifiesta su gloria.

Nos encontramos la unión de dos episodios: 

En el primero episodio, se nos narra cómo unos griegos buscan a Jesús y recurren a unos discípulos que serán más tarde fundadores de las comunidades cristianas más antiguas. Este relato pone de manifiesto lo que sucederá tras la muerte y resurrección de Jesucristo: la universalización de la evangelización que va más allá de las fronteras judías, aclarando así especialmente a las primeras comunidades cristianas, compuestas en su mayoría por judíos conversos, que Jesús, aunque era un auténtico judío, no sólo ha traído la salvación para el pueblo de Israel sino para todo el que tenga fe en él y quiera salvarse.

En el segundo episodio, Jesús va a exponer todos sus sentimientos internos ante la muerte en cruz que tiene que afrontar al final de su vida. Cristo aparece en todo el relato de la Pasión como el Señor, que domina la escena con una solemne autoridad. Por eso, en este segundo relato de hoy, aparece en toda su debilidad humana que se pone en evidencia en la escena del Huerto de los Olivos y que este evangelio joánico no recoge.

Dios Padre lo ha previsto todo, y todos los acontecimientos de la vida de Jesús suceden no por azar o cuando el mismo Cristo quiere, sino cuando el Padre así lo desea. A ese tiempo en el que suceden estos acontecimientos salvíficos, en el evangelio de Juan se le llama “la hora”, siendo la clave para entender la figura de Jesús y sus acciones. Esa hora es la hora sexta en la que muere Jesús, y no como un fracaso sino como gloria y triunfo.

Dicho lo anterior, vemos la necesidad de aquellos griegos y de nosotros de ver a Jesús. Querer ver a Jesús implica convertirse en el discípulo del Señor. El discipulado conlleva participar del destino de Jesús, que pasa por el sufrimiento y la muerte que se convierte en vida. El grano de trigo que no muere es el grano que vive para sí mismo y sin tener en cuenta a Dios y a los demás. En cambio, el grano de trigo que muere es aquel que se dona a Dios y a los demás y su fruto es abundante. La vida humana tiene valor en cuanto que la compartes con los demás desde la entrega y el servicio. En cuanto tu vida la dedicas sólo para ti, para tu disfrute y desentendido de los demás, entonces tu vida humana carece de valor y terminará con la muerte terrena. Tu egoísmo de hoy te privará gozar de una vida nueva y eterna en un futuro que nos espera tras la muerte. Soló se engendra vida cuando se dona la propia. La vida es fruto del amor y el amor es el que te llena de vida. No hay mejor vida que la que se vive apasionadamente. Y cuando Jesús se refiere a todo esto, se está refiriendo así mismo, cuya muerte es por amor y es fuente de vida.

Dios no quiere el dolor ni el sufrimiento humano porque nuestro Dios es la vida y dador de vida. Humanamente las personas queremos evitar el sufrimiento y luchamos para suprimirlo. Pero hemos de asumir que el sufrimiento forma para de la vida humana y de este mundo finito e imperfecto. Pero hay un sufrimiento que tenemos que entenderlo como el precio que hemos de pagar en nuestra lucha porque desaparezcan muchos sufrimientos que abaten y destruyen a los hombres y mujeres, como son las enfermedades, el hambre, las guerras, las injusticias... El sufrimiento recobra otro sentido cuando uno ama y vive intensamente la vida, lo cual no te deja ser indiferente al dolor de otras personas, que, por amor, se convierte también en tu dolor. Y cuando seguimos a Jesús no podemos ser ajenos a ningún sufrimiento. Esta solidaridad dolorosa nos complica la vida, pero nos humaniza, plenifica y, en cristiano, nos santifica. Es el amor y el sufrimiento que da vida. Nosotros los cristianos no buscamos el sufrimiento por placer, más bien lo aceptamos y lo vivimos como consecuencia de nuestro compromiso de vida. Por eso ama y ayuda a los demás, y, aunque te duela, no dejes de amar y ayudar.

Emilio José Fernández, sacerdote

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