jueves, 22 de febrero de 2018

Evangelio Ciclo "B" / SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA.

Tú eres el Hijo amado de Dios, a ti la gloria por siempre. Haz que en mí brille tu rostro para que viéndome a mí te vean a ti.


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Después de su experiencia del bautismo y de su experiencia en el desierto, Jesús ha ido anunciando el Reino de Dios entre la gente de su pueblo, hecho que ha desatado una crisis: ante quienes han escuchado sus palabras y han observado sus milagros (crisis de identidad por no saber muy bien quién es Jesús y crisis práctica por no entender sus acciones); y ante sus discípulos que no acaban de entender a un Mesías que no termina de triunfar, incomprendido y señalado como blasfemo.

En este contexto el evangelista Marcos rompe el ritmo de la narración de las palabras y hechos de Jesús, y nos coloca en una escena que nos descoloca pero que está en paralelo a la temática desarrollada en la escena del bautismo, como una teofanía de Dios, es decir, una manifestación de Dios.

La transfiguración es la manifestación del Padre que confirma en un momento de crisis y duda sobre la identidad de Jesús que Éste es su Hijo amado, y, por lo tanto, bendice las palabras y actos de Cristo. Jesús es presentado como el que actúa en nombre del Padre y como modelo y ejemplo a seguir para todos, por encima de los anteriores profetas como Moisés y Elías.

En el texto nos encontramos con un elenco de símbolos que nos hablan por sí solos:

- La montaña: que en el Antiguo Testamento aparece como el lugar más elevado de la tierra que permite el acceso a Dios que es situado en el Cielo; es lugar de soledad y de oración, de encuentros íntimos donde Dios se revela y se da a conocer; lugar privilegiado como mirador en donde poder observar la tierra, los acontecimientos, la historia.

- Jesús aparece como el centro de la escena, mostrándose en toda su grandeza como el Mesías a pesar de que muchos no lo han sabido reconocer en su humanidad hasta ese momento.

- Junto a Él nos encontramos a dos ancianos, Elías y Moisés, que representan la fe del pueblo de Dios del Antiguo Testamento. Ambos son representativos del acto de revelación transmitida en los Profetas y en la Ley. Ellos aparecen en conversación con Jesús, señal de cercanía y de confianza que nos deja ver que en Jesús se cumple y se realiza todo lo que anteriormente se había anunciado en la Sagrada Escritura.

- Toda esta escena se ve cubierta en una nube que es signo de la venida de Dios, y desde el interior de la misma nube se oye la voz del Padre que se manifiesta confirmando la filiación de Jesús, su grandeza y su superioridad con respecto al resto de los mortales, los de antes y los de ahora.

- Los discípulos siguen sin entender y al mismo tiempo no terminan de aceptar a Jesús porque siguen deseando el éxito frente al fracaso, el gozo frente al sufrimiento, la eternidad frente a la mortalidad. De ahí el hacer tres chozas para permanecer en un lugar y ante una escena que les permite evadir y no enfrentarse a una historia de conflictos y que puede acabar mal. 

Esta escena nos insinúa que aquellos discípulos que seguían a Jesús con sus dudas e incertidumbres eran los mismos que con el tiempo se fueron dando cuenta de la profundidad tan grande que aparecía escondida en la humanidad del Hijo de Dios. Poco a poco van descubriendo que Jesús no es un hombre más, sino el más grande de los hombres por ser el mismo Señor, porque forma parte de la divinidad. Algo que descubren por el don de la revelación. 

En este relato apreciamos cómo en determinados momentos de la vida de Jesús, los discípulos que tenían una relación estrecha con Él tuvieron que notar que era un ser especial y único, de una grandeza y hondura extraordinaria. 

Al mismo tiempo esta escena es un adelanto de lo que vendrá después con la Pascua: el esplendor y la gloria del Resucitado. El camino de la subida a la montaña es el camino de la cruz que siempre va unido a la experiencia del Mesías. Y la bajada de la montaña se hace de otra manera, porque es el regreso a nuestra misión en medio de un mundo de dificultades en el que hay que comunicar lo que Dios nos ha dado a conocer y nuestra propia experiencia de fe.

Los discípulos de Jesús tenemos que conocer a nuestro Señor, que se ha de convertir para nosotros en el centro de nuestra vida y de nuestro corazón. El encuentro con el Resucitado tiene que cambiarnos la existencia, ha de suponer un antes y un después en nuestras vidas.

El monte Tabor supone un camino de conversión en la subida y en el vaciarse para darle valor a quien verdaderamente lo tiene, y que le da valor a lo demás. Cuando te dejas acompañar por Jesús a pesar del dolor y de las dudas, notarás que tú empiezas a brillar con la luz de Dios, no necesitando ya otros tesoros ni otras propuestas de felicidad falsa. 

Son momentos en los que te sientes pleno y flotante, en los que tus necesidades, problemas, desdichas... parecen desaparecer o dejan de influirte negativamente. Cuando has hecho de tu vida una vida de amor a Dios, a los demás y a ti mismo viene la transfiguración, que siempre se hace esperar.

Jesús y tu propia conversión es un don de Dios, que se te regalan en gratuidad, que se te da para fortalecer la fe, avivar la esperanza y encender el amor en ti. Y se te da para que goces sirviendo y compartiendo con generosidad, para que puedas consolar a tus hermanos, para que tu vida sea un canto de continua oración, para que no dudes ni te canses o desanimes, para que puedas saborear ya aquí las delicias del Reino de Dios.

A veces buscamos los éxitos, las conquistas facilonas, los caminos cortos... Pero la vida de fe es una vida de cruz que nos transporta al gozo y a la dicha de conocer al Señor y de poder seguirle. Es algo que no se sabe explicar cuando se experimenta, pero que vale la pena toda una vida por llegar a sentirlo. Por eso, en el camino cuaresmal, no te rindas por los sacrificios o porque el sendero sea largo. Persevera para llegar a la Pascua y gozarte con el Resucitado, en una nueva vida como cristiano renovado que llenará de sentido tu vida de paso por este mundo.

Emilio José Fernández, sacerdote.

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