jueves, 14 de diciembre de 2017

Evangelio Ciclo "B" / TERCER DOMINGO DE ADVIENTO.

Todo cristiano está llamado a ser profeta y testigo del Señor, desde un anuncio con palabras y con la vida que anuncia su llegada y su discreta presencia.


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Iniciamos el tercer Domingo del Adviento como el comienzo de la recta final de este tiempo de espera y con la certeza de la proximidad cada vez más inminente del Mesías, porque ya queda menos para la Navidad.

Continuamos con el mismo personaje del domingo anterior, Juan el Bautista, pero no nos repetimos aunque el pasaje del Evangelio de hoy nos suene un poco a lo mismo que el que se proclamó el domingo pasado, porque los textos han sido escritos cada uno por un autor diferente, en fechas y en lugares distintos.

El evangelista Juan emplea una palabra que es frecuente y clave para entender sus escritos: "Testimonio". San Juan se presenta como testigo de aquello que ha visto y que ha oído. E incluso nos presenta a Jesús de Nazaret como el "Testigo", como el revelador, de Dios Padre. Y este autor también pretende que sus textos escritos sean un testimonio para los que también estamos llamados a ser testigos de la fe.

El evangelista Juan se enfrenta a un problema existente en las primeras comunidades cristianas donde muchos de los que se han convertido en seguidores de Jesús resulta que en su tiempo también lo fueron de Juan el Bautista, por lo que la controversia está servida: ¿Quién es el más importante de los dos, Juan el Bautista o Jesús de Nazaret? El autor del cuarto Evangelio intenta resolver este problema con este pasaje en el que pone a cada uno de los dos en el lugar que le corresponde y que la Iglesia oficialmente les da: el primero es el Mensajero y el segundo es el Mesías.

LLama la atención cómo casi todo el pasaje es un diálogo o interrogatorio existencial, en un tú a tú, para intentar aclarar la misteriosa figura de Juan el Bautista y su misión. Esto es fundamental en la vida de todo ser humano y en la vida de todo cristiano. Necesitamos saber quiénes somos y qué hacemos en este mundo, o para qué hemos venido a este mundo. Lo necesitamos saber de nosotros mismos y de los que nos rodean. La falta de no saber quién somos ni cuál es nuestra misión está en la base de tantas personas que padecen crisis o brotes depresivos, porque las cosa que tenemos o los éxitos que conseguimos y que tanto nos preocupan no son los que nos hacen felices.

Juan el Bautista tuvo que responder a estas dos preguntas sobre su identidad y sobre su misión, y es preciosa la respuesta porque ni si quiera pronuncia su nombre sino que se presenta así mismo como "la voz que grita en el desierto". No se siente nada importante, ni se reconoce alguien de éxitos. Ni tampoco quiere serlo ni tenerlos. Su humildad le hace grande, porque se siente alguien gracias a otro, porque su vida está en relación a otra persona a la que considera más grande que él, Jesús de Nazaret, el que viene detrás. Juan no vive ya para él sino para Cristo y para la misión del Hijo de Dios. Jesús es el que llena la vida de Juan, es el que le da sentido, es el camino por donde ha de pisar. Y Juan sólo es un servidor que prepara el camino al más grande de los hombres.

Esta reflexión nos debe llevar a cada uno a descubrir que yo, como hombre y cristiano, soy lo que Cristo significa en mi vida; y no soy importante por lo que hago, ni en lo que trabajo o por ser descendiente de... Soy por lo que Cristo es en mi vida. Mi nombre desde mi bautismo es "Cristiano" o "Cristiana", que quiere decir "soy de Cristo". Lo cierto es que no siempre es así.

Los tres primeros evangelistas presentan a Juan el Bautista como el predicador de la penitencia y de la conversión mientras que el evangelista Juan lo presenta como el primer testigo de Jesús. Y es que todo creyente que toma en serio su fe se convierte en testigo de Jesucristo. Todo el que ha encontrado a Jesús siente la necesidad de darlo a conocer y de hacerlo creíble. El testimonio no sólo es un anuncio de palabra sino que se es testigo del que es la Luz del mundo, por lo que el testimonio se ha de hacer y de dar con la propia vida.

Juan el Bautista anuncia algo nuevo, innovador, se sale de lo establecido, por lo que termina molestando. Cuando alguien o algo nos trae cambios nos da miedo, preferimos seguir teniendo lo que teníamos porque nos da más seguridad que lo nuevo y desconocido. Por eso el Mesías, el Evangelio, Jesucristo, a veces nos da miedo porque pone en crisis nuestra vida presente y acomodada.

Juan el Bautista no tiene títulos ni hace grandes cosas a los ojos de los hombres de este mundo, no se siente ni siquiera digno de desatar las sandalias al que llega después de él, que, por ser el último, debería de ser más inferior. Juan está lleno de humildad y se siente débil, y esto no le resta importancia sino que lo llena de grandeza. Simplemente él proclama lo que ha de anunciar, guste o no guste, porque así son los profetas de ayer y de siempre. La autoridad no te la da el poder ni la riqueza sino el creer en lo que haces y en lo que dices, el vivir lo que anuncias. Esa autoridad es la que te hace libre y fuerte para anunciar aquello en lo que crees profundamente. Por lo que para un buen profeta vale más la verdad que la propia vida. Nadie molesta por sus pensamientos sino por vivir en lo que cree que es la verdad. Por eso hay tan pocos hombres y mujeres profetas en nuestro tiempo.

¿Y por qué se necesitan profetas hoy? Porque, por muy paradójico que nos parezca, Jesucristo sigue siendo un gran desconocido, incluso para muchos cristianos. Y es que, como dijo Juan el Bautista, en medio de nosotros sigue habiendo uno al que no conocemos. Porque conocer no es lo mismo que saber los dogmas. Conocer en la Biblia no es tener conocimientos intelectuales sino que es amar, es servir, es seguir, es sentirte de Cristo. Por eso conoce a Cristo no el que tiene una buena cabeza sino el que tiene un buen y gran corazón. Cuanto más lo conoces te das cuenta que más lo amas. De ahí que el Adviento sea un tiempo de escucha para un conocer que lleva al amar con toda la mente, el alma y el corazón, es decir, con todo nuestro ser.

Emilio José Fernández

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