Juan 18, 1-19,42
Todos los años, y únicamente el Viernes Santo, se lee en la liturgia de la Iglesia el relato de la pasión de Jesús según el evangelio de Juan. El autor del cuarto evangelio ha sabido plasmar con esfuerzo y maestría la identidad de Jesús en el final de su vida: es el Hijo de Dios y el verdadero y único Rey.
La divinidad de Jesús como Hijo de Dios se reafirma cada vez que Jesús usa la expresión “Yo soy”, que sería la traducción de lo que significa Yhavé, palabra con la que se nomina a Dios en el Antiguo Testamento. Por tanto, cada vez que Jesús en sus diálogos de la pasión pronuncia “Yo soy” está diciendo, según la intencionalidad de Juan, que él es Dios.
La realeza de Jesús va a ser el tema central de su diálogo con Pilato, pues al gobernante romano le preocupa bastante desde el punto de vista político por la amenaza que supone el liderazgo de Jesús. En este diálogo la figura de Pilato, la autoridad romana más destacable en la región, se va desgastando mientras que la de Jesús va creciendo.
La conclusión a la que llega Pilato es que este hombre no supone una amenaza porque su manera de entender la realeza y el poder por parte de Jesús, como entrega y servicio, no tiene que ver nada con la manera humana de entenderla, incluso el mismo Pilato, desde el poder, la violencia. Por eso el reino de Jesús no es de este mundo, no porque Dios se quiera desentender de nuestra realidad terrena, sino porque los principios y valores de Dios no son los nuestros, pues la venida del reino supone la implicación y el compromiso de Dios por nosotros, sus hijos e hijas.
A partir de este momento nos encontramos con toda una simbología de la realeza de Jesús y con una burla, desprecio y hasta odio constante hacia él cuando no se le entiende. Los signos de la corona, el manto de color púrpura, la caña y la misma cruz como trono son los distintivos de la realeza de Jesús. Nada que ver con los distintivos reales de los reyes y poderosos de este mundo.
Pilato obliga a los judíos a elegir entre Jesús y Barrabás (el bien y el mal), y los judíos obligan a Pilato a elegir entre Jesús y el César (el verdadero Dios o el dios romano del poder). Pilato, que sólo tiene interés por sí mismo, por su futuro y por ascender en el mundo del poder, finalmente elige todo ello antes de salvar la vida de un inocente. Sin embargo, Jesús termina apareciendo como el hombre libre y victorioso mientras que Pilato queda como un títere del emperador y de los judíos.
Pudo evitar la muerte y no lo hizo, prefirió el amor hasta las últimas consecuencias y ser fiel a sus principios, los del reino de Dios. Desnudo y sin nada perdió hasta la vida. Lo dio todo por ti y para ti. Nadie te ha amado como él.
Emilio José Fernández, sacerdote