Juan 13, 1-15
Comenzamos la celebración del Triduo Pascual, tres días en los que vamos a conmemorar la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, y que son los misterios más grandes de la fe y los días más importantes del calendario cristiano. Iniciamos el Triduo en la tarde del Jueves Santo con la Cena del Señor y la institución de la Eucaristía.
En este contexto de la cena pascual el evangelista Juan nos sitúa la escena del lavatorio de los pies, todo un gesto por parte de Jesús que, como Maestro, quiere dejar una gran enseñanza que será anticipo de todo lo que él va a vivir en primera persona en las próximas horas. Y todo ello en el contexto del amor fraterno del que Jesús no va a dejar de dar ejemplo como lo ha venido haciendo a lo largo de su vida.
Ha llegado su hora, el momento de dejar este mundo y de volver al Padre. No ha sido decisión suya sino del mismo Padre. Pero, aunque le duele despedirse de los que tanto ha amado y que han formado parte de su vida en sus últimos años, se despide incluso con la tensión que le supone saber que ya está cerca el final de su vida y de haberse sentido traicionado, no por un extraño sino por uno de los suyos.
Los judíos tenían por costumbre lavarse partes del cuerpo antes de tomar alimentos, precepto que ya habían hecho sus discípulos antes de colocarse en la mesa para cenar. Por eso fue mucho más extraño para todos que Jesús interrumpiera la cena, se quitase el manto, signo de autoridad, y se ciñera una toalla para disponerse a lavarles los pies, cuando ni era necesario ni le correspondía a él como maestro y líder del grupo, ya que esta tarea estaba reservada para esclavos y sirvientes o para las mujeres en ausencia de los primeros.
Con este gesto de humildad y abajamiento, y de servicio y entrega, Jesús no habla, sino que actúa y va por delante indicando lo que quiere que sus discípulos también hagan cuando él ya no esté. Y es lo que él va a hacer a partir de ese momento, porque tanto su pasión como su muerte no se pueden dejar de interpretar ni de entender al margen de la humildad, de la entrega y el amor. Libremente ha aceptado la voluntad del Padre de darse en sacrificio para el perdón de los pecados de la humanidad, y de ofrecerse como el cordero pascual mediante el cual se nos perdonan los pecados de una manera única y nueva. Y será lo que, después de su resurrección, se vendrá celebrando en la Iglesia en cada Eucaristía: el amor hecho perdón, entrega y vida.
Emilio José Fernández, sacerdote