domingo, 17 de abril de 2022

DOMINGO DE PASCUA DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR / Evangelio Ciclo "C"


Juan 20, 1-9

No tenemos testigos de la resurrección porque no hubo nadie presente en el momento de este suceso, pero sí hay testigos de la tumba vacía y testimonios de las distintas apariciones del Resucitado. Ambas experiencias (la tumba vacía y las apariciones) son las dos tradiciones más antiguas y los relatos más antiguos del Nuevo Testamento.

La tumba vacía es un hecho que podía tener varias explicaciones, entre ellas el robo del cuerpo del Señor, pero al haber quedado allí el lienzo de la mortaja y el sudario viene a desmentir la posibilidad de un hurto.

María Magdalena, Simón Pedro y Juan, personajes muy conocidos del círculo más cercano de Jesús son los primeros testigos. María Magdalena, muy de mañana, antes de la salida del sol, va al sepulcro, y lo hace en la noche del dolor, la confusión y la desesperanza; y lo hace con la prontitud de quien desea sentir la presencia del Señor aunque sea a través de unos restos mortales.

Pero no cabe duda que una mujer fue la primera en tener constancia de la tumba vacía, y esto no lo pudieron ocultar las primeras comunidades cristianas, de ahí la importancia de la mujer en la Iglesia y su presencia desde el primer momento.

Juan, el discípulo amado, se mantuvo junto al Crucificado no por la fe sino por el amor tan grande que tuvo a Jesús, que le hizo permanecer en amor y fidelidad. Ahora le faltaba la fe en la resurrección, y es que fe y amor han de ser inseparables. Este discípulo lleno de juventud aparece como el discípulo ideal, y es la fuerza del amor de su corazón el que le hace llegar el primero a la tumba. Cuando Juan entra detrás de Pedro y descubre el lienzo del sudario vacío entonces creyó, porque la ausencia del Crucificado le hizo sentir la presencia del Resucitado. Sin embargo, Pedro no adquirirá la fe comprobando que la tumba está vacía y que la mortaja también. Pedro necesitará el encuentro personal de las apariciones con el Resucitado.

En la cruz Jesús terminó su vida como un maldecido de Dios, pero la resurrección viene a ponerle en el lugar que le corresponde, no sólo como un bendecido sino como el mismo Hijo de Dios. La resurrección deja patente que el Padre es dador de vida y no de muerte, que ama la vida y destruye la muerte. Creer en el Resucitado es sentir su presencia viva, amar la vida, defenderla y solo entregarla por amor. Celebrar la Pascua es celebrar la vida y abandonar la tristeza, la desesperanza… Ya no hay miedo a nada, ni siquiera a la muerte. Jesús nos espera junto al Padre y mientras vamos de camino tenemos que dejarnos encontrar por un Dios que en Cristo todo lo ha hecho nuevo.

Emilio José Fernández, sacerdote


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