Juan 20, 19-31
El relato del domingo anterior nos narraba la experiencia del descubrimiento de la tumba vacía, pero este hecho no prueba la resurrección del Señor porque podrá ser interpretado de muchas maneras, especialmente con la posibilidad del robo del cuerpo de Jesús, y, por lo tanto, no puede fundamentar la fe en el Resucitado.
A partir de este momento comienzan las experiencias de los encuentros de los discípulos (hombres y mujeres) con el Resucitado, experiencias que pueden ser comunitarias y también individuales, que dan paso a la fe, a la entrega y a una nueva vida de quienes, formando la primitiva comunidad cristiana de Jerusalén, se sentían bloqueados por los miedos, las dudas, el dolor y el fracaso.
Todo cambia con la presencia del Resucitado que se coloca en medio de ellos, en el centro de la comunidad, porque sólo él le dará sentido a la Iglesia y a su existencia. Ellos no tienen duda, es el Crucificado que ha resucitado, pero ahora también reciben el don de la paz, fruto del amor y el perdón, y el don del Espíritu Santo que les dará el entendimiento para poder entender el misterio de Jesús y para poder continuar la misión que él inició: hacer llegar la misericordia de Dios y el perdón de los pecados.
Tomás, uno de los Doce, no estaba junto a los demás en el momento de la aparición, y es el prototipo de quien no da valor al testimonio de la Iglesia. Ha necesitado de la experiencia personal del encuentro para creer, y así su fe se fortalece y se hace indiscutible. Su profesión de fe, “Señor mío y Dios mío”, pone de manifiesto el salto que da al pasar de creer en el Jesús muerto al Jesús vivo, el Jesús de la fe, el que anuncia la Iglesia como Hijo de Dios y el Señor. El don de la fe nos permite creer en el Resucitado. Y la fe, cuando también se hace experiencia y amor, nos une al Resucitado, nos fortalece, nos madura y nos cambia la vida.
Emilio José Fernández, sacerdote