viernes, 18 de febrero de 2022

DOMINGO VII DEL TIEMPO ORDINARIO / Evangelio Ciclo "C"

Lucas 6, 17-27-38

Después de las bienaventuranzas o “sermón del llano”, Lucas continua con un relato que contiene el discurso del amor a los enemigos, que es uno de los rasgos más chocante de todo el evangelio. 

Hemos encontrado a un Jesús que en las bienaventuranzas se pone a defender a los pobres, a los hambrientos y a los que sufren, y que sus discípulos han de luchar contra todo lo que genera injusticias, desigualdades y sufrimientos, optando por un estilo de vida basado en unos valores que son contrapuestos a los valores que predominan en la sociedad y en el mundo. Pero en este relato, lo que nos viene a decir Jesús es que esa oposición y esa lucha hay que hacerla sin odio, sin venganza y sin violencia. Es más, Jesús nos pide una exigencia mayor: perdonar y amar a nuestros enemigos.

Esto es totalmente escandaloso en una época en la que los judíos, que ya tenían conocimiento de la existencia de mandamientos sobre el amor al prójimo y que así aparecen en las Sagradas Escrituras, han visto interpretadas las leyes divinas con el añadido de otras leyes y las costumbres en las que Israel basa sus relaciones interpersonales de unos con otros, como es el caso de la conocida ley del Talión (“ojo por ojo y diente por diente”). Esta ley en una sociedad de hace dos mil años no se entiende como una ley vengativa y salvaje, sino que, siendo todo lo contrario, lo que pretende es poner límite y frenar el abuso y exceso en el castigo, para que este sea proporcional al delito cometido, y de esta forma armonizar la convivencia. 

En estas circunstancias sociales Jesús propone otra forma de actuar, haciéndonos comprender que el reino de Dios no puede basarse ni fundamentarse en la venganza, ni si quiera con límites y aparentemente justa, sino en el principio del amor y el perdón. Tener misericordia, perdonar y dejarse perdonar, sería una bienaventuranza que Lucas nos añade con unas palabras contundentes de Jesús en las que no hay ambigüedad y él se muestra tajante.

El amor cristiano nos lo define Jesús como un amor sin límites, que abarca a todos (los enemigos, los que nos odian, los que nos injurian, los que nos maltratan, los que nos roban…), no es vengativo ni agresivo sino que al mal responde con el bien, es gratuito y generoso porque se da sin pedir nada a cambio, y no juzga ni condena porque perdona, acoge y reconcilia.

Este mensaje es un antídoto para nuestra conducta humana que hace que cuando nos sentimos ofendidos y heridos respondamos impulsivamente desde una repuesta violenta y de hacer al otro lo que nos ha hecho. Jesús sabe bien que es fácil hacer el bien cuando nos lo hacen, querer a los que nos quieren y prestar cuando sabemos que nos lo van a devolver. Lo complicado de hacer y lo que supone una transformación en nuestra conducta es lo que Jesús nos propone y que va más allá de la lógica humana y del sentido común. Él nos propone un cambio de mentalidad y también de corazón. Por eso, hacer el bien cuando nos maltratan, querer a los que no nos quieren y a los que nos dañan, prestar sin esperar una ganancia…, es lo que verdaderamente tiene mérito. Y esta nueva manera de comportarnos tiene su novedad en que Dios actúa así con nosotros, siendo misericordioso y generoso en amor y perdón.

Todos llevamos dentro la semilla del orgullo, la soberbia y la maldad, porque eso está dentro de nuestra condición humana. Todo ello se hace latente y se manifiesta en determinadas situaciones con el odio al otro. El odio es un mal que nos envenena por dentro, que nos quita la paz, nos produce angustia y una sed de revancha obsesiva que nos hace destructivos. El perdón sana las heridas, reconstruye las relaciones y nos hace madurar. Cuesta en determinados momentos y hechos perdonar, pero si no paras de poner el dedo en la herida que tienes o te han hecho, nunca sanarás ni perdonarás. 

Perdonar requiere conversión y una nueva forma de ver al otro, ya no sólo como persona sino como hermano. Vivir la fraternidad no es fácil. Y hay personas con las que es difícil convivir y que suponen una amenaza constante porque no dejan de hacer el mal. Por eso tenemos que ayudar también al otro a que se convierta, tenemos que afrontar los problemas juntos y tendremos que seguir luchando por la justicia, y también habrá que quitarle los medios a aquellos que los usan para hacer daño. El perdón evangélico no consiste en no tener enemigos, sino en saber perdonarlos. Y Jesús nos muestra su capacidad de perdonar en el momento más delicado de su vida, en su muerte en cruz. Perdona y pide al Padre que también lo haga. El perdón para el cristiano se convierte entonces en signo personal y comunitario de quienes somos discípulos del Señor.

Emilio José Fernández, sacerdote

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