Lucas 6, 39-49
Lucas quiere mostrarnos en este relato cuáles han de ser las actitudes de un discípulo (hombre y mujer bautizados) del Señor, y lo hace recogiendo un grupo de enseñanzas y dichos de la sabiduría popular que pone en boca de Jesús.
Jesús pone ejemplos de cómo los cristianos hemos de comportarnos, advirtiéndonos de lo que debemos y de lo que no debemos hacer. Todo ello está basado también en un conocimiento de la psicología humana y en situaciones reales de la vida cotidiana, las cuales siguen siendo actuales.
El Maestro nos advierte que, llevados por nuestro orgullo y soberbia, todos tendemos a querer saber más que los demás y a querer enseñar y dirigir a los otros. No estamos dispuestos a que nos corrijan, pero sí nos gusta corregir, aconsejar e indicar a los demás, y hacerlo desde una postura de creernos nosotros superiores y más perfectos. Por lo tanto, aquí vemos cómo al orgullo y a la soberbia se le une la hipocresía, y eso ocurre cuando queremos exigir y correjir a los demás en lo que nosotros no nos exigimos ni corregimos. Así pues, un ciego no puede guiar a otro ciego, como nos dice Jesús. Pero no nos confundamos, Jesús no está en contra de la corrección fraterna, al contrario, pero él lo que nos pide es que seamos objetivos y humildes con los demás. Jesús nos pide que ayudemos a los demás con objetividad, humildad y sin juzgar el interior que sólo Dios conoce. Sólo Dios puede juzgar porque Él es auténtico, perfecto y bondadoso. Jesús nos corrige porque Él es el Hijo de Dios, y el que quiera ponerse a su altura, sentirse más que el Maestro… hace el ridículo. Por ser discípulos de Jesús no podemos creernos mejor que los que no lo son, porque ese orgullo religioso nos puede llevar al odio a los que son diferentes. No querer ser más que el Maestro y sí querer aprender de él, supone amar, perdonar y respetar. No puedes sacar la mota en el ojo de tu hermano cuando tú en el tuyo tienes una biga. Este ejemplo plástico lo resume muy bien.
Otra enseñanza que nos deja Jesús, frente a la hipocresía, es la sinceridad que se nota en la coherencia de vida y de obras, porque el que es bueno, como el árbol bueno, da buen fruto. Y por los frutos, las obras, lo que hacemos y lo que decimos se ve nuestro interior, nuestros sentimientos y pensamientos verdaderos. Por eso la conversión es necesaria cuando queremos pasar de los frutos malos a los frutos buenos, porque la conversión consiste en un cambio de corazón y de mentalidad. Cuando uno se ha convencido y convertido pasa del egoísmo al servicio, del odio al amor, del aprovecharse a la entrega. El verdadero discípulo que se ha convertido es el que tiene una vida de compromiso con los demás. Porque es muy fácil decir pero no hacer, dar enseñanzas para que las cumplan otros. El cristianismo no es una religión espiritualista reducida al culto, sino que es fe viva, y la fe viva va acompañada de buenas obras y de una vida santa.
Y Lucas termina el discurso de las bienaventuranzas igual que lo hace Mateo con la parábola de un hombre que quiso construir una casa. Y la conclusión es obvia, no es lo mismo construir sobre roca que sobre arena. No es lo mismo construir nuestra vida, nuestro discipulado, nuestro “ser cristianos” sobre roca sólida que sobre arena movediza. Y construir sobre roca es hacerlo sobre los valores del Evangelio, escuchando y obedeciendo la Palabra de Dios, comprometidos con los demás y especialmente con los últimos y más necesitados. De lo contrario construiremos desde la comodidad, desde la indiferencia a Dios y a los hermanos, es decir, desde la hipocresía, en la arena. Y lo que se construye desde la hipocresía no se sostiene, menos aún en las dificultades, en las crisis…
Una Iglesia, una comunidad cristiana y un cristiano que no cimienta su vida en la roca de Dios, del Evangelio, del reino de los Cielos y del amor fraterno y a los pobres se cae por su peso al construir en la arena del ego, del aparentar, de la hipocresía y de los valores puramente mundanos.