Lucas 4, 21-30
El pasaje del evangelio de Lucas de este domingo es la continuación y la segunda parte del relato del domingo pasado, en el que Jesús, si recordamos, se encontraba en los comienzos de su evangelización, desempeñada prácticamente en Galilea, donde su mensaje verbal había ido acompañado de curaciones y demás milagros que fueron haciendo que su fama se fuera extendiendo. En una visita a la aldea en donde se había criado junto a su familia, y posiblemente siendo días de encuentro familiar, Jesús acude en la mañana de un sábado a la sinagoga, como buen judío, para participar en la lectura y escucha de la Sagrada Escritura y los posteriores comentarios que se hacían. Jesús se ofrece a hacer la lectura que corresponde a la profecía de los signos mesiánicos en la que se describe que la llegada del Mesías se haría visible en la curación de enfermos, exorcismos, liberación de los oprimidos, etc.
El relato de hoy continua en ese momento en el que Jesús, habiendo hecho la lectura, interviene con su reflexión, estando todos los presentes expectantes a lo que pudiera decir, pero nadie esperaba las palabras de Jesús con las que se atribuye ese texto a él y así dar constancia ante sus paisanos, que lo conocían de toda la vida, que él era el Mesías. Esto que debía haber sido un orgullo para los nazarenos, terminó en todo lo contrario porque las reacciones no se hicieron esperar y la confusión creada dio lugar a un escenario de mucha tensión, pues en la figura de un humilde trabajador de carpintería nadie podía ver al rey esperado con dotes militares, etc. Todos lo consideran un impostor o un chiflado. Jesús, entendiendo lo que pasaba, interviene poniendo ejemplos del Antiguo Testamento en los que algunos profetas hicieron actuaciones no con judíos sino con paganos, para echar en cara, al mismo tiempo que hacer ver que no le causa sorpresa, que su mensaje del reino de Dios sea rechazado por los suyos y acogido por los extraños. Enfurecidos aún más por este comentario, los habitantes de Nazaret deciden arrojarlo a un barranco, pero él, con autoridad, se abrió paso entre ellos y se marchó.
Lucas pone de manifiesto en este relato esa tensión que habrá entre la fe y la negación ante la persona de Jesús, su mensaje y sus actos. Tensión incluso hoy día entre quienes tienen motivos para creer en él y entre quienes tienen motivos para todo lo contrario. La salvación que trae Jesús es para todos, cercanos y lejanos, judíos y paganos, de un lugar o de otro. Pero esta oferta salvadora tendrá dos respuestas opuestas: la acogida o el rechazo. Y ahí está que Jesús, desde sus comienzos hasta nuestro presente, pasando por su muerte y resurrección, será un personaje controvertido, que será bien recibido por unos y que resultará incómodo para otros.
Jesús ha querido decir que la salvación que ha sido una Buena Noticia anunciada desde antiguo y por los profetas ya es un hecho y que se cumple en el presente con él. Ya no hay que esperar más y el tiempo de los profetas ha terminado. Y a partir de esta escena de Nazaret, Lucas nos colocará una serie de milagros y hechos sorprendentes de Jesús como pruebas de que verdaderamente Jesús es el Mesías y Salvador esperado. De esta manera, el autor de este texto nos deja una gran enseñanza: que el Evangelio no es sólo para anunciarlo sino para vivirlo, y con nuestra vida hacerlo visible. Otra enseñanza será que el Mesías no lo elegimos nosotros a la carta ni se acomoda a nuestras necesidades, opiniones y gustos. El Mesías es quien es y su Buena Noticia no se va a hacer real en victorias bélicas, en el poder político y riquezas materiales… sino en el bien que llega a la humanidad y a cada persona con las curaciones físicas y las sanaciones espirituales (expulsión de demonios), la liberación de los oprimidos…, y en el interés por los pobres, los que sufren, los marginados y demás. Ese es el Mesías de Dios, el que ha querido enviarnos el Señor, y no otro. No es fácil tampoco ver lo humano ("el hijo del carpintero") y creer en lo divino ("el Mesías e Hijo de Dios"). Ahora ya: tú lo aceptas o no.
En nuestro tiempo y en toda la historia del cristianismo nos encontramos persecuciones a los creyentes y desprecio a la figura de Jesús y a la institución eclesial. Pero dentro de la misma Iglesia nos encontramos con cristianos que construyen su propia fe de manera subjetiva y llevados por intereses personales, escogiendo lo que les gusta de Jesús, del Evangelio y de la Iglesia; y rechazando lo que no comprenden o cuesta creer o aceptar, huyendo de las exigencias y casi que, podíamos decir, haciendo su propia religión a su justa medida. También nosotros, incluso ocasionalmente, podemos ser de esos. Este texto nos debe hacer reflexionar sobre nuestra fe en Jesús y nuestro compromiso con el Evangelio. O tratamos de ser cristianos al cien por cien o no lo somos, porque lo “descafeinado” no cuenta, aunque tus padres y abuelos fueran ejemplares cristianos y personas de fe.
Emilio José Fernández, sacerdote