Si el domingo pasado nos encontrábamos en el relato de Marcos con un joven que aspiraba a la vida eterna y que cumplía todos los preceptos religiosos, pero que era incapaz de compartir con los necesitados porque tenía su corazón atado a las riquezas, en el relato de hoy Jesús pone otro impedimento para ser sus discípulos y para pertenecer al Reino de Dios, en este caso se trata del afán de poder y de superioridad.
Jesús sigue caminando y acompañado de los suyos. Ahora bien, el camino que comienza a hacer es en dirección a Jerusalén. Los discípulos creen que esa subida a Jerusalén va a suponer el triunfo y la manifestación del poder de Jesús como Mesías. Lo cual quiere decir que los anuncios previos que ha hecho Jesús sobre su futura pasión y muerte no los han entendido ni si quiera los suyos más cercanos. De ahí que dos de sus discípulos, Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, le hagan a Jesús la solicitud de ser colocados en los primeros puestos, a su izquierda y a su derecha, cuando llegue su glorificación. Lo que es de suponer la disputa que había entre estos y los otros diez que habían sido llamados por el Señor a seguirle, y que son los que representan a la primitiva Iglesia y a la de todos los tiempos. Presenciamos una lucha de poder y de privilegios entre los seguidores del Maestro. Todo refleja las tentaciones que sienten los discípulos: egoísmo, deseos de poder, ambición, orgullo, soberbia… y, además, envidias, celos… Toda una lista que, cuando se hace presente en nuestras vidas, repercute e influye en nuestra convivencia y en nuestras relaciones con los demás, tanto a nivel social como a nivel de Iglesia, ya sea en la familia, la empresa, la vecindad, la parroquia, la cofradía, etc.
Jesús se indigna porque se da cuenta que después de tanto tiempo a su lado y enseñándoles una nueva forma de vida, sus discípulos persisten en lo mismo: en el abuso de poder de unos pocos sobre el pueblo. Jesús les intenta corregir advirtiéndoles de su muerte martirial, destino que posiblemente también termine siendo el de ellos, y a ese final alude con las expresiones “beber el cáliz” (sufrir hasta la muerte) y “ser bautizados” (morir para renacer).
El proyecto de Jesús no tiene que ver nada con los proyectos humanos presentes en la política, en las empresas, etc., donde hay una competitividad y una pugna por adquirir más poder y dominio. El proyecto de Jesús pretende una manea nueva de relacionarnos y de convivir, una comunidad nueva basada en el servicio y la entrega a los demás.
Quien quiera ser discípulo del Señor tiene que estar dispuesto hasta dar su vida por el Evangelio, por la fe en Cristo. Cuando Marcos está escribiendo su evangelio, ya ha sucedido el martirio de Santiago: su sangre ha sido derramada, por lo que éste ya ha bebido el cáliz y ya ha sido bautizado. De tal manera que aquí tenemos un homenaje a quien ha sabido entregar su vida por la causa de Dios, aunque previamente lo que deseaba era salvarla y llenarla de poder.
Todos queremos ser grandes, destacar, superar a los demás. Creemos que de esta manera aseguramos nuestro futuro y nuestro bienestar, nuestra felicidad, porque teniendo poder no seremos humillados, maltratados y sometidos, por lo que para ello pretendemos manipular, poner a nuestro servicio a los demás. Lo que Jesús nos viene a decir y enseñar es que existe otro camino para alcanzar la felicidad y la armonía en las relaciones sociales y fraternas. Esa manea es la humildad que nos lleva a la entrega y servicio a los demás: el achicamiento, el abajarse, dejar de querer se los primeros para desear ser los últimos. El amor fraterno es la propuesta de Jesús frente a la rivalidad y las luchas de poder. Estos son los grandes, no los de este mundo, pero sí para Dios: los que saben amar, servir y ser humildes. Estas actitudes son las que hacen grandes a las personas, las que las llenan de una autoridad única, porque no necesitan sobornar, manipular, anular a los demás ni amenazar. La vida de estas personas es grande porque saben darla.
La muerte en cruz de Jesús fue el culmen de toda una vida vivida en entrega y servicio a los demás. Su entrega no fue de un rato y en sus últimas horas, sino de un día tras de otro. Supo donar a diario su tiempo, su energía, su juventud, su esperanza, su amor. El final de su vida en una cruz fue el sello a toda una vida de servicio total. Lo que podíamos considerar una pérdida o fracaso se convierte así en una riqueza y en un acierto. La tensión del poder y el servicio se da en cada persona, en cada creyente, en la sociedad y en la Iglesia también. Es difícil de entender y más aún de aceptar, pero la verdadera Iglesia y el verdadero cristiano es el que se desvive por los demás, el que no protege su vida, sino que la arriesga para hacer el bien y para que otros se salven. Por poner un ejemplo, en la pandemia ha habido quienes, llevados no sólo por lo profesional y por ganarse el sueldo, sino además por su fe, a diario se han jugado su vida para que otros vivieran y tuvieran salud física y espiritual (médicos, sacerdotes, funerarios, voluntarios de Cáritas, auxiliares de enfermería…, y sigue la lista). Nuestro homenaje a ellos, y a los que se dejaron la piel y hasta la vida.
Emilio José Fernández, sacerdote