Tradicionalmente la solemnidad del Corpus Christi se celebra el segundo jueves posterior a la solemnidad de Pentecostés, por ser el jueves un día eminentemente eucarístico, ya que los evangelios centran la institución de la Eucaristía en la tarde del Jueves Santo. En la mayoría de los lugares, en la actualidad, por mantener su carácter festivo, esta celebración se ha trasladado al domingo siguiente.
Nos encontramos con una escena que el
evangelista Marcos envuelve en un ambiente de clandestinidad y de despedida en
las últimas horas de la vida terrena de Jesús, aunque el Señor aparece
dominando la escena como previsor de los acontecimientos que se sucederán.
Reunidos como tantas veces para cenar, los discípulos se encuentran, como todos
los judíos, para celebrar la cena pascual en recuerdo de la liberación de
Egipto cuando Israel estaba sometido y vivía en la esclavitud. Esta cena recoge
otras tantas anteriores en las que Jesús ha comido con los pobres hambrientos,
marginados acogidos, pecadores arrepentidos, amigos y discípulos.
El centro de la cena pascual judía
era el cordero, que no aparece mencionado en ningún momento, pasando a ser el
centro de la cena los gestos y las palabras de Jesús. En ambas actuaciones se
recoge de manera resumida todo lo que ha sido la existencia del Hijo de Dios en
medio de nosotros, todo lo que ha vivido y lo que está por suceder con su
muerte: un pan que se rompe y se reparte en solidaridad y entrega, expresión de
la encarnación y clave para entender la historia de la salvación.
En un pedazo de pan y en una copa llena de vino está la presencia real de una vida vivida en plenitud y apasionadamente, de una vida que se da, que se rompe por todos. Jesús ha sido y es ese pan que se ha ido haciendo trozos día a día hasta la muerte. Ha compartido con la gente su pan, su vida, su amor al Padre y a su reino. Ahora comparte su pan-cuerpo y su vino-sangre como sello de una nueva y definitiva Alianza, constituyendo el nuevo pueblo de Dios y haciendo cumplir las promesas de la salvación. Destaca la copa de vino que se reparte entre todos, a diferencia del hecho de beber de manera individual cada uno en su vaso como se hacía normalmente. Beber del cáliz nos lleva del sufrimiento y la muerte a la esperanza fundamentada en la resurrección, porque el vino alegra el corazón del ser humano. Y desde entonces, los suyos venimos celebrando la eucaristía hasta que él vuelva.
La Eucaristía no la podemos reducir a un conjunto de ritos litúrgicos o a una belleza estética y quedarnos en lo superficial sin traspasar y contemplar lo esencial, porque la Eucaristía no es un espectáculo ni una representación teatral de un hecho pasado. La Eucaristía de cada día es una actualización de un hecho que cambió nuestras vidas y la sigue cambiando en el banquete fraterno y en el sacrificio de quien vuelve a entregarse a nosotros y por nosotros para el perdón de nuestros pecados. Pero, aunque tengamos fe, podemos no tener hambre de Dios, la razón por la que muchos cristianos no le dan a la Eucaristía la importancia que tiene porque no la han hecho deseo, no la han hecho necesidad. Participamos de un banquete que el Señor nos prepara, porque él nos alimenta como un padre lo hace con sus hijos. Quien no se alimenta se debilita y hasta muere. El que es la Vida nos alimenta con su propia vida como hace el pelícano con sus polluelos. Un banquete en el que todos tenemos un sitio, en el que se comparte la vida, los sufrimientos, las esperanzas…, y en un amor fraterno que rompe fronteras, razas, clases sociales…
Hacer memoria es no olvidarnos nunca de todo lo que ha hecho Jesús por nosotros, porque su pasión y muerte fue el precio que pagó por nuestra salvación, un precio que nadie ha pagado por ti, sólo él lo ha hecho, desde una entrega y generosidad en abundancia que anula todo egoísmo humano. El recuerdo y la memoria de lo que él hizo en su vida y en la fracción del pan, nos ha de llevar a nosotros a hacer lo mismo: entregarnos a los demás sin condiciones. Celebrar la Eucaristía nos compromete y nos exige ser su presencia resucitada en el mundo a través de nuestra vida y hechos. Participar de la Eucaristía nos anticipa la llegada del reino de Dios: sucede en la tierra lo que de forma definitiva sucederá para siempre en el cielo, al que estamos invitados a formar parte por nuestro bautismo.
Emilio José Fernández, sacerdote