Jesús hace ese anuncio del Reino de Dios a través de las parábolas, breves discursos que, a modo de comparativa, nos enseñan con una narrativa sencilla en qué consiste ese reinado divino.
Nos encontramos con dos parábolas centradas ambas en el Reino de Dios, tratando las dos de hacernos más comprensible que ese Reino ya ha llegado con Cristo, y que su presencia no siempre es fácil de descubrir y puede ser desapercibida. Se nos revela el obrar misterioso de Dios en el mundo y en nuestras vidas. La semilla que es sembrada en el campo, va germinando y creciendo en lo oculto y sin ser notada, pero se va transformando hasta dar frutos que superan su tamaño inicial. Lo mismo que ocurre con la segunda de las parábolas, que compara nuevamente el Reino de Dios con un grano de mostaza, la más minúsculas de las semillas, que, una vez enterrada en la tierra da lugar a lo imprevisible, inesperado e imaginable: de la semilla surge un arbusto de considerables dimensiones que hasta los pájaros se aprovechan de sus ramas para anidar.
Hay procesos que vienen de Dios y que no dependen de nuestro esfuerzo ni de nuestro trabajo, y ese es el sentido que las dos parábolas nos transmiten. Por eso, tenemos que comprender que no se trata tanto del mucho hacer para que sucedan las cosas como el de dejar hacer para que sucedan las cosas. Tenemos que dejar a Dios ser Dios, y nosotros vivir con esa confianza de que Dios se encarga de que las cosas marchen, funcionen... Porque antes de nacer nosotros Él ya existía. Y antes de aparecer nosotros en escena, el mundo ya existía, el Reino de Dios ya existía. Y esas realidades no existen por nosotros, sino porque alguien más grande que nosotros y que todo lo que existe es el motor de todo.
Pero las dos parábolas no subrayan tanto el comienzo como el final. Lo sorprendente, lo grandioso y lo importante es el final, es decir, el resultado que viene provocado por la mano e intervención de Dios. Y es que Dios de lo pequeño y de lo débil saca grandes cosas. Todo en el en presente es importante y hemos de cuidarlo por insignificante que sea, porque de lo que nos parece inútil, de lo que no esperamos nada o de lo que creemos que no va a merecer de la pena, si es de Dios, ya se encargará Él de que tenga buen fin. A veces a nosotros nos toca también sembrar y no recoger los frutos, que serán recogidos por otros. Por tanto, el Reino de Dios ya está presente ahora y en nuestro tiempo, en pequeñas semillas que Dios va poniendo en el corazón de cada hombre y de cada mujer a la espera de dar sus frutos. El mensaje de Jesús, el Evangelio, es la semilla que Dios primero siembra día a día en nuestro corazón, que va arraigando poco a poco, en lo profundo y en lo secreto de nuestro interior y de nuestro ser, que nos va transformando y que deja como resultado los frutos de una vida de entrega, servicio, de hacer el bien, etc.
Estas dos parábolas de un mismo discurso y enseñanza, nos han de motivar a no perder nunca la esperanza, a tener paciencia y a no desechar lo que tarda en llegar, lo que nos parece imposible y lo que creemos que está condenado a un fracaso. Puede ser que tangamos motivos para el optimismo y la desilusión porque a veces los avances vienen acompañados de conflictos, fracasos, contradicciones… Pero tu actitud ahí no ha de ser la de forzar, ni la de impacientarte ni venirte abajo, sino la de confiar en Dios, porque hay situaciones y realidades que sin su actuación no se consigue nada por mucho que nosotros nos empeñemos. Todo inicio cuesta, se hace lento, hay pobrezas… pero, a pesar de todo eso, el Reino de Dios, rodeado de dificultades y obstáculos, se va abriendo camino y se va haciendo patente. Podemos ahogarnos en un activismo pensando que por el mucho hacer todo sucederá antes y mejor, y caer en la trampa de la búsqueda del perfeccionismo, cayendo a su vez en el engaño de creernos imprescindibles y más poderosos de lo que humanamente somos. Podemos también hundirnos en el pesimismo y en la impotencia que nos lleva a la resignación, al conformismo o a creernos inútiles. Confiemos en el Espíritu Santo, en su acción en el mundo y en nosotros. La gracia de Dios actúa en nosotros hasta siendo inconscientes. Los dones de Dios los recibimos gratuitamente y aunque nosotros no pongamos nada. Déjate sembrar y deja que Dios ponga todo lo demás que falta.
Emilio José Fernández, sacerdote