Nuevamente tenemos una parábola de Jesús con dos personajes que parecen antagónicos, sin embargo, están conectados entre sí y el uno es consecuencia del otro: existe el rico porque existe el pobre, y viceversa. En todas las parábolas del Evangelio los personajes que aparecen son anónimos, excepto en esta parábola en la que el pobre es llamado Lázaro, de esta manera los oyentes y lectores somos acercados a la realidad de la pobreza para conmovernos más.
El Señor usa un lenguaje y unas categorías propias de los judíos de su tiempo y nos describe de esta manera cómo ellos concebían la vida después de la muerte en dos estados: el seno de Abrahán (la meta de las personas piadosas) y el abismo (lugar de castigo). La intención de Jesús no es describirnos esos lugares sino, una vez más, hacer tomar conciencia a los discípulos de que el Reino de Dios exige posicionarse y elegir entre dos opciones, los valores propios del reino o los del mundo. Ese posicionamiento y determinación conlleva un proceso de conversión radical.
El Maestro lo que hace es ponernos los ejemplos del rico y el mendigo para resaltar como una actitud contraria al reino la falta de compasión, de solidaridad y de generosidad representada en el rico, que por su apego a lo material se encierra en su egoísmo y se desinteresa del prójimo. Lázaro se salva porque su actitud ha sido la contraria, ya que ha sabido vivir sin egoísmo ni soberbia, sin robar ni aprovechase de nadie. El mendigo ha sido víctima de la injusticia de los poderosos y se ha convertido en preferido de Dios junto a los últimos, los marginados y los que sufren.