Lucas 10, 25-37
En este domingo nos encontramos con un relato muy conocido: la parábola del buen samaritano. El evangelista Lucas nos la coloca en medio de un interrogatorio que un jurista hace a Jesús sobre la forma de alcanzar la vida eterna. Y Jesús le responde de una manera clara y contundente con esta parábola, enseñándonos a todos los cristianos de todos los tiempos que no hay vida eterna si antes no somos buen prójimo en nuestra vida presente.
En un camino, escenario tan preferido para Lucas, un hombre es asaltado y herido por unos bandidos. Este hombre anónimo se encuentra moribundo en medio del camino por el que van a pasar tres personajes bien representativos del mundo religiosos y social de la época de Jesús. Todos venían de Jerusalén, el centro religioso judío donde se daba especial culto a Dios. Dos de ellos, el sacerdote y el levita, eran hombres de fe: el primero da culto a Dios y el segundo es un estudioso de la Ley de Dios. Precisamente ellos decepcionan cuando se desinteresan del herido y se marchan porque no quieren complicaciones. El tercero, un samaritano, una persona mal vista por los judíos es precisamente el que realiza el gesto de caridad de sanarlo y ayudarle.
El jurista ha preguntado a Jesús: “¿Quién es mi prójimo?”. Y Jesús le ha respondido: no es solamente el que tengo cerca y forma parte de mi círculo de confianza, de amistad y preferencia. Mi prójimo es todo el que Dios pone en mi camino y que necesita de mí, de mi caridad y de mi solidaridad.
Pero Jesús aprovecha esta escena y situación para que cada uno nos examinemos y hagamos la pregunta al revés, porque para Jesús el prójimo no es solamente el otro, sino que lo somos cada uno de nosotros, es decir, también lo eres tú. Y de ahí la pregunta que Jesús quiere que nos hagamos teniendo como referencia a los tres personajes de la parábola: ¿qué clase de prójimo soy yo para los demás?
Jesús nos enseña con esta parábola que el amor a Dios y al prójimo no pueden separarse; que la vida cristiana no se basa en un conjunto de normas y preceptos que hemos de saber sino en el amor, el servicio, la caridad fraterna; que mi prójimo no son los que yo elijo, los que me caen bien…, sino los heridos, los que sufren a injusticia, los marginados… Jesús hace una dura crítica a quienes se consideran personas de fe, advirtiéndonos de que no hay religiosidad sin prójimo. El culto a Dios y el cumplimiento de la Ley de Dios son importantes, pero ambas formas se quedan vacías e inservibles cuando no hay caridad y misericordia con el hermano, venga de donde venga y sea de donde sea. Y Jesús termina su discurso con una frase que es también para ti y para mí: “Pues anda, haz tú lo mismo”, es decir, no dejemos de ser buenos samaritanos como el Señor siempre lo es con nosotros.
Emilio José Fernández, sacerdote