jueves, 13 de enero de 2022

DOMINGO II DEL TIEMPO ORDINARIO / Evangelio Ciclo "C"


Juan 2, 1-12

Después del tiempo litúrgico de la Navidad, iniciamos el Tiempo Ordinario, y lo hacemos con el primero de los siete signos o milagros que el evangelista Juan reúne del capítulo 2 al 12, y que Jesús realiza al comienzo de su vida pública tras ser bautizado en el río Jordán por Juan el Bautista.

El relato nos sitúa en la localidad de la región de Galilea llamada Caná, en la que Jesús va a asistir a una boda y en la que, en medio del desarrollo del banquete, va a actuar por la falta de vino y para sacar de un posible fracaso a unos novios que disfrutaban de uno de los días más importantes y felices de su vida. Sobre esta historia, tan cotidiana en aquella época, Juan va a construir un mosaico de símbolos para así transmitirnos uno de los mensajes centrales de su evangelio: el cambio de la antigua alianza fundamentada en la Ley por la nueva alianza fundamentada en el amor, a través del cual Jesús se nos manifiesta como el hijo de Dios.

En el Antiguo Testamento, especialmente en los profetas, la relación de Dios con su pueblo se describe muchas veces como una unión matrimonial. Estos novios anónimos y sin rostro representan a la antigua alianza fracasada, pero en la que aparece Jesús anunciando un cambio de alianza cuando llegue “su hora”.

El vino es una bebida indispensable en una fiesta, boda y banquete porque es señal de alegría y símbolo del amor entre los esposos. El hecho de que el vino se haya acabado es signo del fracaso de la antigua alianza, del amor entre Dios y su pueblo. Las seis tinajas de piedra vacías, de cien litros de capacidad y destinadas a la purificación son un símbolo de que el agua, que representa a la vida, y estas tinajas vacías, nos recuerdan que de la antigua alianza ya no sale vida, que es estéril. Se trata de una alianza imperfecta y con falta de plenitud porque hay seis tinajas cuando debiera de haber siete. El cambio de agua en un vino abundante es símbolo del reino de Dios, de su amor infinito y de esa alegría que nunca termina, y que nos llega con la venida de Jesús.

Una mujer y madre, María, la Madre del Señor, entra en escena al observar la falta de vino; y llena de fe recurre a quien ella cree que tiene la solución para ayudar a estos jóvenes esposos. La misma fe que ella tiene se la pide a los sirvientes para que obedezcan en todo a Jesús, incluso en aquello que no tiene sentido o no responde a lógica humana. “Haced lo que él os diga”. Es el testimonio de quien siempre ha sido obediente a Dios, de quien tiene experiencia y certeza de que Dios nunca decepciona. 

Nosotros, como los sirvientes, debemos de poner nuestra agua que representa nuestra vida, nuestro trabajo por el reino de Dios, lo que somos y tenemos para que el Señor lo transforme en algo nuevo y sabroso, que aporte alegría a nuestra vida y, desde ella, a los demás. Somos imperfectos, pero todo bautizado en el agua, tenemos que abrirnos a la gracia de Dios que quiere actuar en nuestras vidas. Y con la ayuda de María, que siempre nos lleva a Jesús e intercede por nosotros, Cristo actúa junto a su Iglesia en esos milagros y signos que se realizan a diario, en el compartir, en el ofrecernos y en el testimoniar. 

En el banquete de la Eucaristía, el vino se transforma en algo nuevo e incomparable: la Sangre del Señor. Beber de ese vino y de ese cáliz es querer unir nuestra vida a la de Jesús y a su destino que es la entrega a los demás por amor, en su estado absoluto en la cruz. El sacrificio que hacemos por los hermanos al amarlos, perdonarlos, ayudarlos…, se hace entrega de nuestra vida al mismo Dios. Beber del cáliz es morir día a día en esa entrega para resucitar a una vida eterna, que, como banquete de la nueva alianza, será para siempre, y como disfrute del amor de Dios y junto a Él. El milagro de Caná la Iglesia lo hace posible y lo renueva cada día en cada Eucaristía, Banquete del amor de Dios, de Jesucristo, con su nuevo pueblo, la Iglesia, su Esposa.

Emilio José Fernández, sacerdote


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