Terminamos este domingo el Tiempo Ordinario y clausuramos el Año Litúrgico en el segundo de sus tres ciclos, el ciclo “B”. Y lo hacemos con la celebración de la solemnidad de Jesucristo, rey del universo. Por consiguiente, el tema central del pasaje del Evangelio de Juan, que será proclamado en las celebraciones litúrgicas y que meditaremos, será el de la realeza de Jesús.
En este pasaje predomina la escena del proceso de condena a muerte de Jesús, en el que, por un lado, de fondo, tenemos la calma y la inocencia de Jesús, y, por otro lado, externamente, tenemos un ambiente cargado de rechazo, odio y violencia hacia Jesús con el único interés de declararlo culpable. Nos encontramos también con la compatibilidad de lo sucedido históricamente y lo que el autor del texto pretende comunicarnos poniendo en el punto de mira a los judíos como los que llevan a la muerte a Jesús, a sabiendas de que Pilato, como gobernante romano, no era marioneta de las autoridades religiosas ni de los judíos, ni tampoco era un pacifista, todo lo contrario, más bien tenía entre sus contemporáneos fama de militar carnicero y sanguinario, por lo que se deduce que Juan nos lo presenta intencionadamente de una manera tal vez muy distinta de lo que fuera en realidad. Desde el punto de vista teológico el texto de hoy deja patente que Pilato no tiene ante sí a un hombre cualquiera, sino que pone de manifiesto la realza y mesianismo de Jesús, y ante esta realidad nadie se puede quedar impasivo y neutral.
La autoridad y el poder de Jesús es un tema que atraviesa todo el Evangelio, siendo el origen de numerosos conflictos a lo largo de su vida pública, y de malentendidos entre Jesús y sus discípulos como con la gente que no comprenden el sentido que él le da, por eso entre los suyos se disputan los primeros puestos de gobierno, y, en determinados momentos y actuaciones, tiene que huir porque lo quieren hacer rey. En este relato la cuestión de la autoridad llega a su grado de máxima tensión cuando Jesús es preguntado por Pilato sobre su identidad real: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. Palabras que quedaron tan grabadas en la memoria de la comunidad cristiana que por eso aparecen en los cuatro evangelios. El poder y la autoridad de Jesús ni se entendió ni se asumió entonces ni tampoco a lo largo de la historia de la Iglesia, ni tampoco hoy, siendo causa de conflictos, desviaciones y rupturas.
Lo central del mensaje de Jesús es el reino de Dios, dicho de otra manera, su Dios es el Dios del reino, aquel que interviene en la historia humana porque quiere formar parte de ella. Para los romanos el rey era el emperador, quien tenía todos los poderes. Para los judíos el Mesías era el rey esperado que tenía que humillar y someter a todos los países y pueblos paganos e instaurar el reino de Israel. Jesús acepta para sí mismo este término de rey, pero lo hace dándole otro sentido totalmente contrario al de los romanos y al de los judíos. Jesús asume la realeza según el proyecto de Dios para el hombre y la sociedad, en el que el Rey-Mesías es el defensor del pueblo, el que administra la justicia y el que está de parte de los débiles. Por eso Jesús a lo largos de los evangelios aparece como el que alimenta a los pobres, cura a los enfermos, expulsa a los demonios para liberar a las personas poseídas, hace justicia, vive desde el servicio y la entrega a los demás, rechaza el dominio y la violencia, entregándose hasta dar la vida por la causa del Reino.
La realeza de Cristo no tiene que ver nada con la realeza de este mundo, porque su realeza no se sostiene en la fuerza y el dominio, sino en el amor vivido y practicado en la entrega y en el perdón a los demás. Y Jesús esto lo vive al máximo: despojado y humillado, maltratado y torturado, despreciado y abandonado por todos, entregado a la muerte…, al mismo tiempo que conserva la calma, la dignidad y la entereza desde una mansedumbre inexplicable, permaneciendo fiel a su mensaje de amar y servir hasta el final. Estas actitudes y modos de vivir y de estar, interrogan hoy y siempre a quienes queremos seguirle como cristianos bautizados, y a su vez nos hacen pensar sobre la dignidad de las personas que sufren la humillación, el maltrato, el robo de sus derechos y hasta son condenadas a muerte. No podemos estar al margen de estar realidades y tragedias humanas, siendo indiferentes o mirando para otro lado, lavándonos las manos como Pilato, cuando el Dios en el que creemos y al que amamos las vivió todas en la persona de su Hijo, Jesucristo. Contemplando al Crucificado nos tiene que doler todo dolor humano, sin importarnos raza, religión, sexo, posición social, idioma…, más cuando ese dolor ha sido provocado por el mismo hombre. Cristo ha vivido para todos y ha muerto por todos, por eso es el Rey de todos los que necesitan justicia, de los que tienen necesidades, de los que sufren, de los que no tienen libertad, de los que se sienten marginados y excluidos…, porque en la cruz se ha identificado con todos nosotros, con todos ellos. El amor de Dios es universal y su Reino es para todos los que están abiertos a ese amor.
Emilio José Fernández, sacerdote