Interrumpimos en este
domingo la liturgia propia del Tiempo Ordinario al coincidir con la Solemnidad
de la Asunción de la Virgen María al Cielo, por lo que los textos bíblicos son
los propios de la fiesta de hoy.
Todos los textos sagrados
de esta fiesta ponen el centro de atención en la Virgen María, subrayando la
razón de su grandeza como persona y como creyente que supo consagrar su vida a
Dios, es decir, toda su vida es para Dios, en una donación no sólo para un
momento o misión concreta, pues se trata de una donación existencial y para la
eternidad. Y con la eternidad es premiada su santidad de vida, pero de una
manera privilegiada y especial, por ser la Madre del Hijo de Dios: es
resucitada y es asunta para gozar de la presencia de Dios en la eternidad. De
esta manera María se nos propone, una vez más, desde la Iglesia y para los
cristianos, como modelo de santidad y como primera intercesora de todos
nosotros ante la Santísima Trinidad. María ha llegado y ha alcanzado la meta de
todo cristiano, la cual comienza con el bautismo y culmina con la resurrección.
¿En qué consiste la
grandeza de María? En el misterio de la Encarnación tenemos la respuesta. Dios
tiene un plan de salvación para la humanidad caída por el pecado cometido por
los primeros padres, Adán y Eva. El pecado ha deteriorado la relación entre
Dios y la humanidad desde entonces, que se va recomponiendo mediante alianzas
selladas con el sacrificio de animales, pero una alianza débil por la
imperfección del hombre y la mujer. Dios quiere hacer una alianza duradera, eterna,
que será sellada con la sangre sacrificial, única y perfecta, la de su propio Hijo:
que hará posible que la humanidad pueda experimentar la misericordia eterna de
Dios y pueda participar de la vida eterna junto a Él. En eso consiste la
salvación humana. Cristo se convertiría así en el mediador entre las dos
partes, la humana y la divina, al adquirir ambas naturalezas. Por lo que, para
adquirir la naturaleza humana, Dios quiere valerse de una mujer, elegida y
escogida, y ella es María, la llena de gracias, la sin mancha ni pecado.
Asumir ese papel de madre
no sólo va a consistir en llevar a Jesús en su vientre y darlo a luz nueve
meses después. La maternidad de María se va a prolongar durante toda su vida y
con duros momentos que pondrán a prueba su fe y su vocación, y como creyente su
vida será un compromiso diario con el Evangelio. Su fidelidad y su humildad
enamorarán a Dios y a todos los creyentes de todos los tiempos. Una fidelidad y
humildad que le lleva a un silencio sin protagonismo y a una entrega callada.
Nos deja la lección de obedecer y obrar en silencio, dejando siempre la
iniciativa en Dios y respondiendo incluso cuando el ser humano no puede
comprender las decisiones divinas. Ese SÍ permanente y lleno de humildad la
engrandecerán no sólo en su vida terrena sino para la eternidad, convirtiéndose
así en la Bendita por todas las generaciones. Nos muestra María en su historia
personal el amor preferencial de Dios por los humildes, los pobres y los
últimos. Un hecho que se nos muestra en la cruz de Jesús, donde el mismo Jesús
se ha puesto a ese nivel de los humildes, de los pobres, de los últimos… Y el
Padre, que siempre lo amó, lo ha premiado con la Resurrección y la Ascensión.
El dogma de la Asunción de María es una repetición de la acción divina, que, por
el amor que la Santísima Trinidad siente hacia ella y como premio a su entrega
humilde, cuya demostración total es junto a la cruz del Hijo, la premia con la
resurrección y la asunción que le permiten directamente gozar de la eternidad
junto a Dios al dejar este mundo.
Celebramos, por tanto, el reconocimiento de la Iglesia hacia una mujer sencilla y humilde que se ha convertido, por la Asunción, en la reina de los cielos, en el lugar reservado para ella por ser la Madre del Hijo de Dios, el rey del universo. Y allí nos espera ella a los que peregrinamos en este mundo mortal, recordándonos que Dios siempre cumple sus promesas: “enaltece a los humildes y a los ricos los despide vacíos”. El camino de la humildad, hecha entrega fiel a Dios, es camino de santidad y de salvación. Y porque no es fácil este camino, contamos con la ayuda de quien lo hizo antes que nosotros y que al mismo tiempo es también nuestra Madre, la Santísima Virgen María. Felicidades, Madre y Reina de cielos y tierra junto a tu Hijo, el rey del universo.
Emilio José Fernández, sacerdote