El pasaje del Evangelio de Lucas de este domingo se adentra en el mundo de las relaciones humanas y nos posiciona como cristianos ante aquellos que nos ofenden o que consideramos nuestros enemigos. Lucas pone en boca de Jesús todo un discurso que tiene un gran valor, porque, quien ya conoce la vida de Jesús, ve en este relato una gran coherencia entre las palabras y los actos del Maestro.
El amor al enemigo, como propuesta de Jesús, hace tambalear a creyentes y no creyentes, porque supone la gran novedad chocante del Evangelio. Después de haber escuchado las Bienaventuranzas, nos parece contradictorio que ahora resulte que los discípulos y las discípulas del Señor tenemos que luchar contra todo aquello que es una amenaza a la justicia y a la igualdad. Pero además hemos de ir en el lado contrario de la sociedad y de sus valores. Frente al odio y a la venganza que se despierta en ti cuando te sientes ofendido y dañado por otras persona, tú, como cristiano o cristiana, has de responder desde el amor y desde el perdón. Es algo nada fácil, menos aún cuando tienes las entrañas removidas.
Ahora bien, lo que nos viene a decir Jesús es que el Reino de Dios no está basado en la venganza sino en el amor y en el perdón: en la misericordia. A la venganza le podemos poner medida ("ojo por ojo y diente por diente"), pero al amor cristiano no se le puede poner límites "amar incluso al enemigo... perdonarlo hasta setenta veces siete", es decir, siempre).
Lucas lleva el amor a la radicalidad y sin ambigüedades, porque es un amor que abarca a todas las personas, incluso a las que nos odian; es un amor no vengativo ni rencoroso; es un amor que hemos recibido en gratuidad y que con gratuidad y generosidad hemos de darlo; y es un amor que no juzga ni condena sino que comprende y perdona.
La fuerza de este amor está en que es un amor sanador de las heridas del corazón y es también reconciliador.
Jesús parte de que no podemos exigir lo que antes no damos. Para cada uno de nosotros el más importante es uno mismo. Desde ahí exigimos a los demás que nos amen y nos traten con amor. No estoy en igualdad de condiciones cuando pido pero no doy. El amor, por tanto, no es una exigencia que le pongo al otro, sino que el amor es reciprocidad. Cuando más amor doy, entonces, más amor puedo esperar pero no exigir.
Jesús nos rompe la imagen de un Dios que, porque es bueno, creemos que sólo quiere a los buenos. Cuando Dios hace bien también a los malos... entramos en una crisis de lo que nosotros entendemos por justicia y hasta nos enfadamos con Dios. Sin embargo, Dios mira con ojos paternos, y un padre mira a sus hijos, a unos y a otros, con el mismo amor paternal.
Jesús nos habla de la justicia de Dios, que podemos traducirla en el lenguaje de nuestro tiempo de la siguiente manera: lo que siembras hoy es lo que mañana cosecharás. Es decir, tú eres también responsable de tu destino, tú eliges construir o destruir, pero luego no te quejes de las consecuencias del mal que has provocado.
Todos llevamos dentro la semilla del orgullo y de la maldad que cuando crece se transforma en odio, que nos va envenenando y envenena también nuestras relaciones con los demás, las convierte en tóxicas, porque nos hace ser insorportables para los demás. Eso hace que no crezcamos y que vivamos en esa inmadurez que no deja de ser peligrosa y que nos produce angustia y ansiedad, por su carácter destructivo: cuando odiamos a alguien no paramos hasta verlo destruido.
El odio y la violencia nos sumergen en un pozo lentamente y se hace difícil salir. ¿Qué salida hay para una sociedad, un pueblo, una comunidad, una pareja que viven en el odio como en una enfermedad? Hemos olvidado la importancia del perdón para humanizar a las personas. El perdón es romper y borrar las facturas pendientes del pasado; no hay perdón cuando no dejamos de poner la mirada y el dedo en la herida, por lo que ésta nunca cicatrizará; el perdón despierta energías para seguir luchando y nos llena de esperanza, reconstruye lo roto y acerca a las personas. Los creyentes hemos de apostar siempre por el perdón. Quien no ha experimentado el perdón no sabe perdonar, porque no ha conocido la grandeza del perdón y de ser perdonado.
El perdón es un camino largo que tardaremos en recorrer toda la vida, pero quien no perdona no entiende de paz, ni conoce la paz ni puede vivir con la paz. Perdonar no quiere decir que no afrontemos los problemas, pero sí que al perdonar es como los problemas se superan mejor. Perdonar no significa no hacer justicia. Hay que perdonar a quien comete injusticias, pero hay que quitarle los medios para que no siga haciéndolo, para que así no siga haciendo daño y para que salga de su engaño. Siempre tendremos personas que nos odian, Jesús no nos dice lo contrario, pero lo que Él añade es que, aun teniendo enemigos, nosotros tenemos que ser capaces de amarlos. Nosotros no tenemos que hacer la justicia en base a nuestros deseos o criterios, pues eso únicamente le corresponde hacerlo a Dios, el único juez justo.
El amor duele y el perdón también, pero sanan y liberan. Jesucristo ha venido a enseñarnos el amor y el perdón, y que es posible otro mundo distinto al del odio y al del individualismo. Si no lo cambiamos y lo hacemos nuevo entre todos, con la ayuda de Dios..., entonces tendremos lo que nos merecemos.
El amor al enemigo, como propuesta de Jesús, hace tambalear a creyentes y no creyentes, porque supone la gran novedad chocante del Evangelio. Después de haber escuchado las Bienaventuranzas, nos parece contradictorio que ahora resulte que los discípulos y las discípulas del Señor tenemos que luchar contra todo aquello que es una amenaza a la justicia y a la igualdad. Pero además hemos de ir en el lado contrario de la sociedad y de sus valores. Frente al odio y a la venganza que se despierta en ti cuando te sientes ofendido y dañado por otras persona, tú, como cristiano o cristiana, has de responder desde el amor y desde el perdón. Es algo nada fácil, menos aún cuando tienes las entrañas removidas.
Ahora bien, lo que nos viene a decir Jesús es que el Reino de Dios no está basado en la venganza sino en el amor y en el perdón: en la misericordia. A la venganza le podemos poner medida ("ojo por ojo y diente por diente"), pero al amor cristiano no se le puede poner límites "amar incluso al enemigo... perdonarlo hasta setenta veces siete", es decir, siempre).
Lucas lleva el amor a la radicalidad y sin ambigüedades, porque es un amor que abarca a todas las personas, incluso a las que nos odian; es un amor no vengativo ni rencoroso; es un amor que hemos recibido en gratuidad y que con gratuidad y generosidad hemos de darlo; y es un amor que no juzga ni condena sino que comprende y perdona.
La fuerza de este amor está en que es un amor sanador de las heridas del corazón y es también reconciliador.
Jesús parte de que no podemos exigir lo que antes no damos. Para cada uno de nosotros el más importante es uno mismo. Desde ahí exigimos a los demás que nos amen y nos traten con amor. No estoy en igualdad de condiciones cuando pido pero no doy. El amor, por tanto, no es una exigencia que le pongo al otro, sino que el amor es reciprocidad. Cuando más amor doy, entonces, más amor puedo esperar pero no exigir.
Jesús nos rompe la imagen de un Dios que, porque es bueno, creemos que sólo quiere a los buenos. Cuando Dios hace bien también a los malos... entramos en una crisis de lo que nosotros entendemos por justicia y hasta nos enfadamos con Dios. Sin embargo, Dios mira con ojos paternos, y un padre mira a sus hijos, a unos y a otros, con el mismo amor paternal.
Jesús nos habla de la justicia de Dios, que podemos traducirla en el lenguaje de nuestro tiempo de la siguiente manera: lo que siembras hoy es lo que mañana cosecharás. Es decir, tú eres también responsable de tu destino, tú eliges construir o destruir, pero luego no te quejes de las consecuencias del mal que has provocado.
Todos llevamos dentro la semilla del orgullo y de la maldad que cuando crece se transforma en odio, que nos va envenenando y envenena también nuestras relaciones con los demás, las convierte en tóxicas, porque nos hace ser insorportables para los demás. Eso hace que no crezcamos y que vivamos en esa inmadurez que no deja de ser peligrosa y que nos produce angustia y ansiedad, por su carácter destructivo: cuando odiamos a alguien no paramos hasta verlo destruido.
El odio y la violencia nos sumergen en un pozo lentamente y se hace difícil salir. ¿Qué salida hay para una sociedad, un pueblo, una comunidad, una pareja que viven en el odio como en una enfermedad? Hemos olvidado la importancia del perdón para humanizar a las personas. El perdón es romper y borrar las facturas pendientes del pasado; no hay perdón cuando no dejamos de poner la mirada y el dedo en la herida, por lo que ésta nunca cicatrizará; el perdón despierta energías para seguir luchando y nos llena de esperanza, reconstruye lo roto y acerca a las personas. Los creyentes hemos de apostar siempre por el perdón. Quien no ha experimentado el perdón no sabe perdonar, porque no ha conocido la grandeza del perdón y de ser perdonado.
El perdón es un camino largo que tardaremos en recorrer toda la vida, pero quien no perdona no entiende de paz, ni conoce la paz ni puede vivir con la paz. Perdonar no quiere decir que no afrontemos los problemas, pero sí que al perdonar es como los problemas se superan mejor. Perdonar no significa no hacer justicia. Hay que perdonar a quien comete injusticias, pero hay que quitarle los medios para que no siga haciéndolo, para que así no siga haciendo daño y para que salga de su engaño. Siempre tendremos personas que nos odian, Jesús no nos dice lo contrario, pero lo que Él añade es que, aun teniendo enemigos, nosotros tenemos que ser capaces de amarlos. Nosotros no tenemos que hacer la justicia en base a nuestros deseos o criterios, pues eso únicamente le corresponde hacerlo a Dios, el único juez justo.
El amor duele y el perdón también, pero sanan y liberan. Jesucristo ha venido a enseñarnos el amor y el perdón, y que es posible otro mundo distinto al del odio y al del individualismo. Si no lo cambiamos y lo hacemos nuevo entre todos, con la ayuda de Dios..., entonces tendremos lo que nos merecemos.
Emilio José Fernández, sacerdote