Para los judíos la lepra no solo era una enfermedad corporalmente dolorosa e incurable, sino que se consideraba un castigo de Dios, que hacía que los leprosos vivieran el rechazo de los demás y sufrieran así la marginación social.
Ser un leproso suponía vivir en la pena de sentirte un pecador, olvidado y despreciado de Dios y de los demás. La única esperanza era poder ser curado milagrosamente, porque se tenía la creencia de que con la llegada del Mesías, y con la nueva instauración social que traería, desaparecería la lepra.
Jesús va de camino a Jerusalén pasando por tierras de paganos, considerados pecadores, y es interrumpido en su viaje por diez leprosos que acuden a pedirle su ayuda. Los leprosos son sanados e invitados para que un sacerdote, según la costumbre, acredite la veracidad del milagro. De los diez leprosos solo uno regresa en busca de Jesús agradecido por la sanación.
Todos somos leprosos cuando por el pecado nos vamos corrompiendo espiritualmente y quedamos excluidos de la salvación. Solo el Señor nos puede liberar y devolver la salud espiritual.
Jesucristo nos muestra el rostro misericordioso y acogedor de Dios Padre, dador de vida. Solo los humildes serán agradecidos correspondiendo de esta manera al bien recibido. El leproso sanado como el pecador perdonado, experimentan la resurrección: volver a nacer y vivir (sacramento de la Reconciliación).