Lucas 24, 46-53
Uno de los sufrimientos más profundos y continuos del ser humano es la experiencia de la despedida de nuestros seres queridos y por los motivos que sea, pero más aún cuando se trata del no retorno que supone la muerte. Esta despedida, la más dolorosa y trágica, ha quedado vencida por el Resucitado tras la resurrección y con las siguientes consecuencias: continuidad de la vida de los creyentes al dejar este mundo terreno; universalización de la Iglesia misionera; nueva manera presencial de Jesús en la comunidad cristiana y en la persona. Todo ello es posible gracias al poder y acción del Espíritu Santo.
Lo que en la cruz parecía el fin de Jesús y de su Iglesia, se convierte, por la resurrección, en el nuevo comienzo de una Iglesia que sentirá un enorme y milagroso impulso en su expansión por el mundo. La ascensión del Señor es la confirmación de la divinidad y de la gloria de Jesús de Nazaret, pues el misterio de la ascensión nos confirma, para dejar de ser sólo una sospecha, que el Nazareno es también el Hijo de Dios, principal dogma de fe de la Iglesia: la aceptación de sus dos naturalezas, la divina y la humana.
Para la comunidad creyente la ascensión no es la despedida definitiva de su Señor, sino el inicio de una nueva etapa en la que Jesús es glorificado y al mismo tiempo permanece con nosotros a través de la presencia del Espíritu Santo. Por eso, la ascensión no es motivo de tristeza, al contrario, viene impregnada de la alegría de la resurrección y aparece como una consecuencia de la misma.
La alegría de la resurrección tiene que ser nuestro testimonio fundamental como cristianos, viviendo y actuando con esa alegría que nos viene dada al sentir en el corazón que no estamos solos y que Cristo no nos ha abandonado, más bien nos ha hecho más fuertes por la esperanza que nos da la fe. Y esa fuerza de la fe, de la esperanza y del amor nos sostiene de tal manera que nos mueve a no abandonarlo a Él por muy grande que sea el sufrimiento, el fracaso y hasta las dudas.
La ascensión no es sinónimo de infidelidad de Cristo a nosotros, sino de confianza de él a su Iglesia a la que le encarga la misión evangelizadora iniciada por él, con el Espíritu Santo que nos asiste en su nombre.
Emilio José Fernández, sacerdote