De camino y realizando su misión de anuncio del Reino de Dios, Jesús junto a sus discípulos se reúne y a modo de preguntas el Maestro quiere hacer balance de esta etapa de anuncio del Evangelio, queriendo saber la opinión de los demás para así saber qué es lo que piensan de Él y si su mensaje ha calado en los corazones de los que le han oído y de quienes le han visto actuar con misericordia hacia los enfermos, endemoniados, los pobres y los marginados.
En la respuesta de la identidad que el pueblo tiene de él, vemos cómo a Jesús se le compara con relevantes profetas anteriores, por lo que lo consideran uno más y no lo consideran novedoso y relevante. Pero cuando esa misma pregunta lo que pretende ahora es conocer el sentir y la opinión de los suyos, de sus discípulos, de la primitiva Iglesia, Pedro interviene como portavoz de todos y con una respuesta inesperada y novedosa: «Tú eres el Mesías». Esta respuesta es una profesión de fe, inspirada por el Espíritu Santo, de la Iglesia de entonces y de la de ahora. La pregunta hoy es también para nosotros, para ti, “Y tú, ¿quién dices que soy?” ¿Es Jesús simplemente un personaje histórico, un líder religioso destacado de la historia, un hacedor solo de milagros…? En cambio, ¿lo consideras el Hijo de Dios, fundamento de tu vida, el mejor amigo del alma…?
Terminado el interrogatorio, comienza la segunda parte del relato en la que el Maestro va a transmitir una enseñanza a sus discípulos que no va a ser del agrado de estos, que los va a conmover y escandalizar. Nuevamente interviene Pedro como responsable de la comunidad de creyentes y discípulos y va a amonestar a Jesús por el contenido de su mensaje que anuncia su final, no un final de victoria, éxito, poder…, sino un final de fracaso, de sufrimiento, de muerte en cruz… Jesús no atiende la corrección de Pedro, sino que insiste en unir a su destino el destino de todos sus seguidores. Jesús advierte que el verdadero discípulo suyo es aquel que se vacía de su egoísmo y se mueve desde el amor. El amor es agradable y al mismo tiempo es origen de sufrimientos: vivir las exigencias evangélicas nos lleva a una renuncia que no es fácil de hacer; colaborar en la tarea evangelizadora dentro de la Iglesia nos va a hacer sentir situaciones de soledad, de desprecio y hasta de persecución; la convivencia nos va a hacer sentir el conflicto, la tensión de las divisiones, la competitividad destructiva y la puesta en práctica de la misericordia y del perdón con los demás, que en ocasiones tanto nos cuesta cuando se trata de nuestros enemigos o de quienes nos ofenden. Aparte están las cruces que nos aparecen en la vida y que hemos de vivirlas desde la esperanza y no desde la tristeza, como la enfermedad, la muerte de nuestros seres queridos, los problemas familiares y laborales, etc.
La clave de nuestra salvación es la de vivir la vida para Dios y para los demás y no centrarla en nuestros deseos, sueños y proyectos. El que vive según Dios nos pide, el que no huye ante sus cruces y el que vive la vida con una entrega servicial a Dios y a los demás se salvará. Es decir, la salvación tuya depende también de ti, del sentido que le des a tu vida, al seguimiento de Jesús y en tu relación con los demás. Quien invierte y a puesta por el Reino de Dios será un buen discípulo y se salvará, quien invierte su vida en sí mismo sin pensar en los demás ni importarle las situaciones de debilidad y sufrimiento de su prójimo, sino que busca su propia felicidad en el éxito, el poder y el tener, no se salvará. Por eso, la pregunta que el Evangelio te invita a hacerte, es la de si eres un buen discípulo del Señor y si estás haciendo lo suficiente para salvarte. ¿Cómo vives tus cruces?, ¿unes tus cruces a la pasión y muerte del Señor? “Quien quiera seguirme, que cargue con su cruz y la viva como yo viví la mía: con amor, con entrega y con esperanza en Dios”.
Emilio José Fernández, sacerdote