viernes, 11 de enero de 2019

Evangelio Ciclo "C" / TIEMPO DE NAVIDAD.

Sin ser notado vino a la tierra como uno más: su misión fue la de mostrarnos a Dios,  la de morir para resucitar y darnos vida. Pocos lo reconocieron; y quienes lo reconocieron gracias a la fe, lo adoraron como Hijo de Dios.

En la noche del 24 de diciembre comenzaba la Iglesia el tiempo litúrgico de la Navidad, celebrando el nacimiento de Jesucristo como el gran acontecimiento mediante el cual el Hijo de Dios se hace hombre en un acto que rompe toda lógica y que desconcierta a las religiones.

Sólo los evangelios de Lucas y de Mateo nos hacen mención al periodo llamado "la infancia de Jesús", siendo unos textos que se consideran posteriores al anuncio primero de la muerte y de la resurrección del Señor.

De estos texto cabe resaltar que son una composición catequética del anuncio de la buena noticia del nacimiento de Jesucristo, un hecho religioso de gran transcendencia para la humanidad de todos los tiempos.

Este nacimiento de Jesús fue un hecho irrelevante para el mundo de su tiempo y un hecho que muy pocos pudieron conocer, por lo que de esta manera se resalta la idea del Dios oculto, del Dios que es misterio pero que solo se revela a los que tienen fe. Por eso fueron muy pocos los que pudieron reconocer en aquel niño, el hijo de María, al Hijo de Dios. 

Las escenas principales suceden en la noche, y por eso tienen una gran carga simbólica, pues la noche representa la falta de fe, el miedo, el frío de una humanidad que vive distanciada de Dios; y de una Luz que viene del cielo para iluminar a los que viven en la oscuridad de esta vida terrena y mortal.

La noche es también silencio y sosiego, que nos recuerdan a las dos actitudes del hombre y de la mujer orantes. Sólo quien contempla el cielo desde el silencio y el sosiego, es decir, desde la oración, puede apreciar el misterio y lo que este nos revela. Por eso los pastores que estaban despiertos en la noche, cuidando a su ganado, reciben la gran noticia, lo mismo que sucede con aquellos magos de oriente que en la noche se dedicaban a mirar las estrellas del firmamento. Unos y otros, por no estar dormidos, son los que reciben la noticia y el envío para ir a adorar al niño que ha nacido a las afueras de una pequeña aldea, un lugar desconocido y fuera de toda sospecha.

Los pastores son unos personajes que representan a aquellos que eran marginados por la sociedad de aquel tiempo. Eran considerados impuros por su trabajo con animales. Normalmente eran familias de una economía pobre. De hecho la mayoría de los belenitas vivían cuidando el ganado que luego sería sacrificado mayoritariamente en el Templo de Jerusalén. 

En tierra de pastores nace el que va a pastorear al pueblo de Israel, como descendiente del rey David, que también era en sus orígenes un pastor que vivía en Belén, por lo que, indirectamente, se nos están dando unos datos sobre la identidad de Jesús: que también será pastor y que también será rey, que, como cordero, será sacrificado en la cruz para la salvación del mundo.

En medio de la noche aparece una estrella que no todos son capaces de observar pero que ni los mismos judíos saben interpretar, por vivir en la oscuridad de la falta de fe. 

Sin embargo, unos magos de tierras lejanas y paganas, no pertenecientes a la religión de Israel, movidos por la curiosidad y el deseo de querer conocer al Mesías se ponen en camino confiando en que el destino de esa estrella les llevará hasta donde se encuentra el Hijo de Dios. Y es que sin la fe, Jesús es un niño más, un hombre más de tantos como ha habido. Estos magos tuvieron que superar muchas adversidades en el camino hacia una meta incierta, pero, superando dudas y temores, pasaron por Jerusalén y llegaron al palacio real, con la pretensión de encontrar entre las grandezas de un reino y de un rey al Mesías. Pero el Hijo de Dios no había nacido allí, en el poder, las riquezas, las grandezas... Dios no podía estar cerca de un rey como Herodes, ambicioso, corrupto, asesino... Ni en el mal ni en las grandezas de este mundo podemos encontrar la huella de Dios.

Donde nunca esperaron allí lo encontraron, y al encontrarlo lo adoraron por ser el Hijo de Dios. Nadie más grande que Él y nadie tan pequeño como nosotros a su lado. Todo se invierte: porque el más grande se hizo el más pequeño, y ese niño pequeño es el más grande de todos los hombres. Así hace Dios las cosas, llenas de sorpresas que nos descolocan porque rompen la lógica y mentalidad humana.

La infancia de un hombre y de una mujer concluía cuando estos se separaban de su núcleo familiar para formar su propia familia y vivir en independencia de sus padres. Por el Evangelio sabemos que Jesús permanece hasta los treinta años en el hogar familiar, en un periodo que se conoce como "la vida oculta", porque no hay datos sobre lo que sucedió a partir de los doce años de su vida hasta que se presenta en el río Jordán para ser bautizado por Juan. En el silencio y la monotonía de la vida, periodos grandes de nuestra vida, Dios nos va haciendo desde lo profundo.

Jesús se presenta ante Juan como uno más de los pecadores que están a la cola de una larga fila porque desean una conversión del corazón para estar llenos de la gracia de Dios. Juan anuncia al Mesías y éste se le pone delante, oculto entre una humanidad que espera la llegada del Mesías y la reconciliación con Dios. Juan, un hombre de Dios, un profeta, reconoce a Jesús y se niega a bautizarlo porque ha descubierto la grandeza del Nazareno. Sin embargo, Jesús se deja bautizar y se sumerge en el agua, símbolo de muerte, para salir de las aguas, símbolo de resurrección, como anticipo profético del final de su vida terrena y de su misión: ha venido y ha nacido para morir y para resucitar, ha venido para darnos vida el que es la Vida.

Con la Fiesta del Bautismo del Señor, el domingo posterior a la Solemnidad de la Epifanía, la Iglesia clausura el tiempo de la Navidad para dar comienzo el Tiempo Ordinario.

Y después de estas semanas de Adviento y de Navidad, donde estas reflexiones dominicales no han sido semanales, a partir de ahora volveré a acompañaros con estas reflexiones semanales de la Palabra de Dios que muchos me habéis demandado.

Emilio José Fernández, sacerdote

REFLEXIONES ANTERIORES