miércoles, 15 de agosto de 2018

Evangelio Ciclo "B" / VIGÉSIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO.

Hay un pan nuevo que vino al mundo cuando el Hijo de Dios, encarnado, se hizo Hombre. Es un pan de vida, de amor y de solidaridad. Es un pan que salva de la muerte dando vida eterna.

Seguimos con la misma temática del pan de vida que en estos últimos domingos venimos reflexionando en la Liturgia de la Palabra mediante la proclamación del capítulo 6 del evangelio de San Juan.

Acabado el discurso del pan de vida en el relato del domingo pasado, el evangelista colocó a continuación el texto de hoy, conocido como relato eucarístico, que tuvo lugar en otro sitio y en otro contexto diferente, pues, mientras los anteriores discursos de Jesús suceden en torno al lago de Galilea, el relato eucarístico de hoy ha sido tomado de la última cena.

En el discurso del pan de vida, si nos fijamos, es el Padre el protagonista, el verdadero pan de vida y el que lo proporciona a quienes lo acogen con fe. Sin embargo, en el relato eucarístico, el protagonista es Jesús, que es la comida y la bebida para quienes lo acogen como alimento.

En el relato del pan de vida el alimento dado por Dios es casi metafórico, una comparación del alimento terreno con el alimento espiritual, sin embargo, el relato eucarístico está cargado de un fuerte realismo porque en la Eucaristía sí que comemos la carne y bebemos la sangre de Cristo.

Para comprender todo ello, tengamos en cuenta que este relato eucarístico es más tardío en su redacción que el relato del pan de vida, por lo que ya tiene en cuenta el hecho de que las primeras comunidades cristianas celebraban semanalmente este sacramento, y, porque ya existe por entonces, se puede hablar de su institución llevada a cabo por Cristo en la Última Cena.

El origen de este texto sacado de la Última Cena viene dado por los conflictos internos a nivel teológico que empiezan a darse en algunas de las primeras comunidades cristianas, en las que tenemos unos sectores que son contrarios a que se celebre la Última Cena del Señor como un memorial o recuerdo, porque hay corrientes de pensamiento cristiano que ya por entonces consideran que la Eucaristía es un mero símbolo.

Este problema sobre la Eucaristía el evangelista Juan lo soluciona y lo resuelve para el futuro de la Iglesia con las palabras tomadas de Jesús en la Última Cena, momento en el que la Eucaristía es presentada como una verdadera comida y bebida del Cuerpo y de la Sangre del Señor para una mejor vivencia de nuestra fe en el día a día de nuestras vidas.

Hasta la llegada de Jesús la religión consistía en unos ritos fríos y rayando lo mágico para poder conocer a Dios, o consistía en unas ideas y pensamientos para poder pensar en Dios y al mismo tiempo intentar dar respuesta a los grandes misterios. Sin embargo Dios, que es más sencillo que nosotros, nos lo ha hecho todo más fácil poniéndose a nuestro alcance con la Encarnación de su Hijo, en un tú a tú con el hombre jamás pensado. Dios nunca se ha puesto tan al alcance de los hombres y de las mujeres como lo ha hecho con Jesús de Nazaret, y de modo más especial en la Eucaristía, palpable con tus manos o con tus labios según lo comulgues.

Los humanos somos parte de la creación, y nadie como el Creador nos conoce. Nosotros nos relacionamos con el mundo exterior y con los demás a través de los sentidos mediante los que podemos conocer y no vivir aislados. Los sentidos, como son la vista, el oído, el gusto, el tacto... son la vía que Dios ha tomado de acceso a nosotros para ser un Dios a quien ver, escuchar, saborear, sentir...

Esto que busca un fin bueno supone un escándalo para quienes teniendo otra imagen de Dios no saben apreciar este avance, porque pensar en Dios lo ven bien como también el poder presentarle ofrendas y sacrificios, pero, verlo, tocarlo, sentirlo... y, sobre todo, comerlo, ya les supone demasiado. No supone ningún problema, y hasta nos parece normal, el encuentro con Dios a través de oraciones, ritos y pensamientos. Pero un Dios que nos seduce por el hambre y la sed, que nos sacia llegando a nosotros en un pedazo de pan y en un vaso de vino, a algunos les parece irracional y a otros blasfemia. 

No entendemos a un Dios que se ha hecho tan humano y que se hace accesible y presente en las realidades tan cotidiana y tan al alcance, no de unos pocos, sino de todos: porque todo humano tiene hambre, tiene sentidos, y conoce el pan que es el alimento más básico y presente en todos los lugares de la tierra. Sin embargo, nos guste o no, Dios es así y así nos lo ha presentado Jesús.

Este discurso eucarístico destaca la fuerza de dos acontecimientos que quedan unidos en él: la salvación y la Eucaristía. Jesús es el Hombre muerto y resucitado, y es el que se hace presente en la Eucaristía, y no otro. Los efectos de la Encarnación de Cristo son también el poder estar presente en la Eucaristía. No hay un Jesús muerto y resucitado aparte de un Jesús en la Eucaristía. El que murió en la cruz y el que resucitó del sepulcro es el mismo que vemos en el Pan y el Vino consagrados.

El amor de Jesús en su muerte en cruz y su amor nacido a la vida eterna en su resurrección es el amor que nos llega, en la misma intensidad, en la Eucaristía. Y en la Eucaristía es donde Dios se nos deja ver como el que se se parte y reparte, el que se deja comer, el que se entrega y el que nos da la vida. Y a cambio, ¿qué nos pide? Nada, sólo que anunciemos su muerte y resurrección para que otros también, al conocerlo, puedan recibir lo mismo que nosotros.

¿Y cómo anunciar su muerte y su resurrección? Pues una forma de hacerlo y el testimonio más evidente es el compartir. Porque Jesús es el que comparte  con los demás y es el que se ha dejado compartir así mismo. Y yo comparto cuando aprendo a no considerar nada mío, y lo que tengo lo considero también de Dios y de los demás. Y compartir no solo lo material sino lo que soy y lo que Dios me ha hecho y hace en mí. Compartir es hacer un mundo más justo y más de todos.

En el Evangelio la vida está muy presente y la vida no se entiende sin Dios. El Padre es el que posee la vida, Él es la Vida. No es un Dios de muerte. Por eso Dios siempre está a favor de la vida y no pone límites a la vida. Quien no ama la vida y no la defiende, no cree en el Padre que Jesús nos presenta, sino que cree en un ídolo al que se le llama "Dios". En un ídolo también se puede creer pero el camino se hace tan corto y a veces fatigoso, pesado y oscuro.

Ama a Dios amando la vida, saboreando la belleza de la vida y esperando la vida que nos regala el Resucitado, que hoy te alimenta con su pan y que te aguarda en su corazón para que nunca mueras ni dejes de estar a su lado.

Emilio José Fernández, sacerdote

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