jueves, 14 de junio de 2018

Evangelio Ciclo "B" / DÉCIMO PRIMER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO.

El Reino de Dios nace sin ser notado, requiere de paciencia y es ante todo un don, un regalo. Tu misión es la de acogerlo con gozo y la de sembrarlo con esperanza día a día con pequeños gestos. 


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El pasaje del Evangelio de hoy nos presenta a Jesús como el Maestro que enseña a sus discípulos y a todos los que desean escucharle, y su enseñanza consiste en la narración sencilla de dos parábolas con las que hacer comprender a sus oyentes la finalidad de su misión y de su mensaje. Jesús tiene como misión encomendada por el Padre la del anuncio del Reino de Dios. Y el mensaje principal de Jesús es siempre hablarnos del Padre y del proyecto que éste tiene para el mundo y la humanidad, que no es otro que el Reino de Dios. 

¿Y qué es el Reino de Dios? ¿Cómo explicar algo invisible para que se pueda comprender, y además para que lo entienda la gente sencilla? Jesús que es un gran pedagogo y comunicador utilizará las parábolas como historias en las que compara el Reino de Dios con realidades cercanas y conocidas por todos y de las que extraer una idea muy clara que toque el corazón de las personas.

En el relato del pasaje del Evangelio de Marcos que hoy reflexionamos, el evangelista ha unido dos parábolas en un mismo discurso y con un mismo tema, el Reino de Dios. El mensaje central de ambas parábolas es que el Reino de Dios ya está presente en este mundo aunque a veces no lo parezca.

Las parábolas nos dicen que Dios tiene una manera de hacer distinta las cosas a como nosotros solemos hacerlas o preferimos hacerlas, por eso muchas veces no entendemos a Dios ni somos capaces de apreciar suficientemente lo que Él hace.

El Reino de Dios, según estas parábolas, tiene un inicio oculto a los ojos humanos, un origen pequeño pero con unos resultados finales visibles y grandes; el Reino de Dios requiere de paciencia y nos abre a la esperanza.

El Reino de Dios no es cosa humana sino divina, y el Sembrador, que es Dios, lo ha sembrado en este mundo, y ya no hay vuelta atrás, sigue su curso y busca su fin. Su proceso de crecimiento es lento y por fases, pero se va fortaleciendo y siendo cada vez más visible. El Reino de Dios forma parte del misterio y al igual que una planta crece por sí misma aunque el agricultor no se dé cuenta y se limite sólo al riego. Esto quiere decir que ante todo el Reino de Dios es un don, un regalo de Dios, que no depende solo de nuestros esfuerzos y trabajos. Creer en Dios y en su Reino respetando sus ritmos y maneras supone que nosotros no tenemos que hacer grandes cosas sino más bien dejar hacer y dejarnos hacer. 

Dios es grande por sí y hace cosas grandes aunque las comience haciendo pequeñas. Dios de lo débil saca lo portentoso, de lo insignificante consigue lo magnífico, como ocurre con la semilla de mostaza, una de las simientes más pequeñas que da origen a una planta que suele alcanzar tres metros de altura. Y aunque nuestra aportación al Reino de Dios sea pequeña y nosotros no veamos sus resultados futuros, no debemos desanimarnos, porque los frutos siempre serán grandes ya que no se trata de que los veamos nosotros ni los de al lado o los que nos sucedan después sino de que los vea Dios.

Pero Jesús no nos habla de conocimientos adquiridos en los libros sino de lo aprendido por experiencia propia, de lo que Él ya ha vivido y guarda en su corazón. Jesús nos habla de lo que ha adquirido en sus ratos de ORACIÓN junto al Padre.

Él es consciente de que lleva bastante tiempo anunciando la llegada del Reino de Dios y que este no termina de aterrizar. Que cada día que pasa, porque aparecen nuevos conflictos y dificultades, parece que el Reino de Dios está cada vez más lejano. Ante esa sensación propia y ajena puede surgir el recelo, el desánimo y la desconfianza.

Jesús va sintiendo cierto fracaso, el cual casi seguro lo compartiría con el Padre en sus ratos íntimos de oración. Pero en la misma oración Jesús se tuvo que sentir animado a continuar con la certeza de que, a pesar de todo, el Reino se va haciendo presente de manera lenta pero con un final sorprendente. Aunque los inicios son lentos, no con buenos resultados, de alguna manera el Reino de Dios ya está entre nosotros.

También nosotros nos desanimamos y hasta llegamos a quemarnos con nuestras perspectivas, sin embargo Cristo viene a fortalecernos en los ánimos desde su experiencia.

En nuestra cultura y mentalidad actual estamos programados para trabajar y producir, para obtener buenos resultados y ser eficaces. En el fondo de nuestra mentalidad moderna y mercantil damos sentido a nuestra vida cuando trabajamos y somos valorados por nuestro esfuerzo. Según trabajas así vales. Tanto pensar como vivir así nos expone a miles de peligros. El primero es el ahogarnos en un activismo casi enfermizo que no nos deja disfrutar de tantas cosas hermosas de la vida. El segundo es creer que por nuestro mucho trabajo todo se consigue, lo que nos lleva a que nos supra-valoremos y nos creamos imprescindibles. Y el tercero es sumergirnos en la tristeza y en el pesimismo al sentirnos incapaces y desbordados por la tarea, impotentes ante lo que nos supera. El que sólo pone el sentido de su vida en la actividad, en el trabajo, en el rendimiento, en la eficacia... corre el riesgo de poder llegar un día a sentirse inútil cuando sus esfuerzos no terminen en el éxito. Y aquí tenemos una de las grandes causas por la que muchas personas viven en depresión psicológica y emocional.

Y el Reino de Dios no depende de nuestros esfuerzos ni trabajos, porque la vida es más que trabajar, pues nuestra primera actitud ha de ser la de acoger al Espíritu Santo, abrirnos a la gracias, a la acción de Dios. Tenemos que descubrir que la vida no la construimos nosotros sino que es un don, un regalo de Dios. Y el Espíritu de Dios se encarga de lo demás, se encarga de hacer crecer el Reino de Dios y de hacer crecer nuestra propia existencia. Y cuántas veces no contamos con Él porque creemos que todo depende de lo que hagamos nosotros y del esfuerzo de nuestro trabajo y dedicación. Así llegamos a un engordar nuestro ego: porque sin mí la Iglesia no sería igual, ni mi cofradía, ni mi familia... Pues sin ti todo funciona gracias al Espíritu Santo, pues antes de nacer tú ya hubo otros que hicieron y también se fueron. Quien solo ve sus méritos nunca será agradecido con Dios ni con los demás.

Las dos parábolas denuncian que a veces no valoramos ni nos fijamos en las cosas pequeñas. Muchas veces creemos que ante grandes problemas hacen falta grandes soluciones. A veces nos sentimos impotentes ante tantos sufrimientos, problemas, dificultades... Sin embargo Jesús hoy nos invita a sembrar pequeñas semillas de una "nueva humanidad". Cristo no nos habla de hacer grandes cosas, sino de cosas que aunque pasen desapercibidas merecen la pena. Pequeños gestos pueden conseguir grandes cosas. No seremos héroes pero todos estamos llamados a hacer el bien en nuestro entorno con pequeños gestos aunque siga habiendo mal. Todos podemos hacer más de lo que hacemos para construir el Reino de Dios sin meternos en grandes empresas y proyectos. Y siempre confiando en que el Señor hará el resto con la humildad y discreción que le caracteriza.

Esta parábola también nos enseña que tenemos que tener paciencia, que las cosas no suceden cuando nosotros queremos ni por mucho que hagamos porque se adelanten. Tenemos que respetar los ritmos de los demás y los ritmos de Dios. Nos gusta la inmediatez, pero hemos de confiar con esperanza. La madurez consiste en vivir con gozo y con paciencia las cosas de la vida. Todo tiene su tiempo y hemos de respetar sus plazos. No se llega de niño a anciano en un día. Y lo que merece la pena se hace esperar, como el Reino de Dios: el amor, la paz y el bien de Dios presente en toda la humanidad.

Emilio José Fernández, sacerdote.



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