"Mi Casa es lugar de oración", dice el Señor. La Casa de Dios es también toda persona, templo en el que habita el Espíritu Santo. |
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En los dos primeros domingos de Cuaresma los textos litúrgicos del Evangelio han sido tomados de Marcos, a partir de ahora se tomarán del evangelista Juan.
En esta perícopa de hoy, que se desarrolla en el Templo de Jerusalén, cronológicamente no coinciden los evangelios sinópticos (Marcos, Mateo y Lucas) con el de Juan. Los sinópticos sitúan esta escena en la última semana de la vida terrena de Jesús y Juan la coloca en el inicio de su ministerio público y misión, porque este último autor une lo histórico y lo teológico, encontrándonos así con un pasaje de gran carga teológica.
Juan nos quiere decir desde el comienzo de su evangelio que con Jesús se inicia un tiempo nuevo en las relaciones entre el hombre y Dios. El templo era lugar de relación, de encuentro, de oración y de adoración del hombre con Dios. Jesús se presenta como el verdadero templo, donde se encuentra lo divino con lo humano, y viceversa. Este mensaje que lanza Jesús, en su momento no lo entienden los judíos y tampoco sus discípulos. Posteriormente, a la luz del hecho de la resurrección e iluminados por el Espíritu Santo, será cuando los discípulos, la Iglesia, lo comprendan.
Este relato lo escuchamos con una cierta alerta porque al templo se supone que se va a rezar y a adorar a Dios, sin embargo se nos presenta la denuncia de que se ha convertido en el lugar para el que no estaba hecho: en un lugar de comercio, de corrupción, de pecado. En el templo aparece mezclado lo sagrado y lo profano.
Esta situación de conflicto en el templo se da también en la actualidad en la religión cristiana cuando nos encontramos cómo a veces contaminamos lo sagrado de lo cultural o de otros intereses, sobre todo cuando muchos cristianos acuden al templo para vivir los sacramentos llevados por otras motivaciones, porque después no vemos una coherencia de vida y una práctica continuada.
La Iglesia, edificio vivo formado por todos los bautizados, es "Casa de Dios Padre" cuando el culto que celebramos en nuestros templos nos compromete a una vida fraterna, a hacer el bien y a construir el Reino de Dios. Pero nos encontramos con una mayoría de cristianos que acuden pocas veces, que cuando lo hacen es por tradición; y que los que lo hacen de manera frecuente, lo hacen por cumplir o por mera rutina.
Vivimos en una sociedad capitalista y materialista donde se comercia con todo y donde el interés más grande de todo hombre y mujer es el enriquecimiento económico y material. Vivimos presionados por un comercio que nos despierta el interés por adquirir y consumir todo lo que sea posible, creándonos necesidades que en otros tiempos eran innecesarias. Llegados a ese punto, hasta al mismo Dios lo metemos en ese negocio de ventas y de compras.
De ahí que en la escena evangélica que hoy reflexionamos nos resulta sorprendente encontrarnos con un Jesús que, sintiéndose provocado, reacciona de manera violenta porque estamos acostumbrados a un Mesías que actúa pacíficamente, con misericordia y con ternura. Pero Jesús reacciona así cuando se encuentra con que hemos convertido la casa de oración en un mercado. Y reacciona así contra los manipuladores de lo sagrado y de lo profano, contra quienes no respetan ni lo divino ni lo humano.
Cuando nuestra actitud es mercantil y cuando nos acercamos a lo sagrado con otros intereses, el templo, la religión y hasta el mundo dejan de ser espacios en el que poder encontrarnos con Dios Padre, pues se pierde la relación filial y la fraternal cuando sólo nos movemos desde intereses egoístas; y es difícil entender el amor, la ternura, la liberación, cuando vivimos sólo para nuestro propio beneficio y enriquecimiento.
"La pasión de tu Casa me consumirá", frase del salmo 69, subraya que tener pasión, celo por algo, es vivirlo, apreciarlo y defenderlo como algo propio, con toda el ama y con todo el corazón. Uno tiene pasión y celo por las cosas y las personas que se aman de verdad, que nos interesan profundamente y en las que tenemos puesta toda nuestra confianza, toda nuestra seguridad.
¿Nuestro anhelo hoy es Dios, los demás? Hoy vivimos por tener trabajo, educación de los hijos, seguridad de vida, vacaciones, buenas comodidades... Pero rara vez el celo y pasión por la Casa de Dios nos consume como a Jesús.
Hablar de la Casa de Dios no es hablar de las cosas de la Iglesia, que también son suyas. Es hablar de sus cosas, de su causa, de lo que para Él es sagrado. Para Dios lo sagrado son las personas, la justicia, la paz, el Reino. Los cristianos a veces ponemos más pasión en las tradiciones, en los ritos... y nos olvidamos de la realidades que de verdad a Dios le importan.
Gracias al Resucitado, los bautizados nos convertimos en auténticos templos de Dios en los que habita el Espíritu Santo. Somos templos de Dios e históricamente los primeros cristianos no tenían templos hasta varios siglos después, ya que eran conscientes de que ellos mismo eran los templos de Dios. Y cada uno de esos templos humanos es para Dios más sagrado que la más grande de las catedrales. Por eso, destruir un templo vivo es el peor de los sacrilegios, y sin embargo se cuentan por millones los templos profanados: hambrientos, esclavos, torturados, masacrados, drogadictos, prostitución, mafias... Y ante ello, ¿miramos para otro lado o alzamos con Jesús el látigo de la libertad, de la verdad, de la justicia, del amor? Tenemos que defender lo que es de Dios y dar también culto a Dios preocupándonos por sus cosas y por quienes somos su casa.
Un culto a Dios sin defensa de la dignidad de los hombres y mujeres de nuestro tiempo es convertir la casa de Dios en un mercado.
En esta Cuaresma recupera tu dignidad de templo de Dios y ayuda a que los demás también la mejoren. Da verdadero culto a Dios y procura que el pecado de tener y de ser más que nadie no te devore, sino la pasión de querer hacer de tu vida una verdadera casa de Dios.
En esta perícopa de hoy, que se desarrolla en el Templo de Jerusalén, cronológicamente no coinciden los evangelios sinópticos (Marcos, Mateo y Lucas) con el de Juan. Los sinópticos sitúan esta escena en la última semana de la vida terrena de Jesús y Juan la coloca en el inicio de su ministerio público y misión, porque este último autor une lo histórico y lo teológico, encontrándonos así con un pasaje de gran carga teológica.
Juan nos quiere decir desde el comienzo de su evangelio que con Jesús se inicia un tiempo nuevo en las relaciones entre el hombre y Dios. El templo era lugar de relación, de encuentro, de oración y de adoración del hombre con Dios. Jesús se presenta como el verdadero templo, donde se encuentra lo divino con lo humano, y viceversa. Este mensaje que lanza Jesús, en su momento no lo entienden los judíos y tampoco sus discípulos. Posteriormente, a la luz del hecho de la resurrección e iluminados por el Espíritu Santo, será cuando los discípulos, la Iglesia, lo comprendan.
Este relato lo escuchamos con una cierta alerta porque al templo se supone que se va a rezar y a adorar a Dios, sin embargo se nos presenta la denuncia de que se ha convertido en el lugar para el que no estaba hecho: en un lugar de comercio, de corrupción, de pecado. En el templo aparece mezclado lo sagrado y lo profano.
Esta situación de conflicto en el templo se da también en la actualidad en la religión cristiana cuando nos encontramos cómo a veces contaminamos lo sagrado de lo cultural o de otros intereses, sobre todo cuando muchos cristianos acuden al templo para vivir los sacramentos llevados por otras motivaciones, porque después no vemos una coherencia de vida y una práctica continuada.
La Iglesia, edificio vivo formado por todos los bautizados, es "Casa de Dios Padre" cuando el culto que celebramos en nuestros templos nos compromete a una vida fraterna, a hacer el bien y a construir el Reino de Dios. Pero nos encontramos con una mayoría de cristianos que acuden pocas veces, que cuando lo hacen es por tradición; y que los que lo hacen de manera frecuente, lo hacen por cumplir o por mera rutina.
Vivimos en una sociedad capitalista y materialista donde se comercia con todo y donde el interés más grande de todo hombre y mujer es el enriquecimiento económico y material. Vivimos presionados por un comercio que nos despierta el interés por adquirir y consumir todo lo que sea posible, creándonos necesidades que en otros tiempos eran innecesarias. Llegados a ese punto, hasta al mismo Dios lo metemos en ese negocio de ventas y de compras.
De ahí que en la escena evangélica que hoy reflexionamos nos resulta sorprendente encontrarnos con un Jesús que, sintiéndose provocado, reacciona de manera violenta porque estamos acostumbrados a un Mesías que actúa pacíficamente, con misericordia y con ternura. Pero Jesús reacciona así cuando se encuentra con que hemos convertido la casa de oración en un mercado. Y reacciona así contra los manipuladores de lo sagrado y de lo profano, contra quienes no respetan ni lo divino ni lo humano.
Cuando nuestra actitud es mercantil y cuando nos acercamos a lo sagrado con otros intereses, el templo, la religión y hasta el mundo dejan de ser espacios en el que poder encontrarnos con Dios Padre, pues se pierde la relación filial y la fraternal cuando sólo nos movemos desde intereses egoístas; y es difícil entender el amor, la ternura, la liberación, cuando vivimos sólo para nuestro propio beneficio y enriquecimiento.
"La pasión de tu Casa me consumirá", frase del salmo 69, subraya que tener pasión, celo por algo, es vivirlo, apreciarlo y defenderlo como algo propio, con toda el ama y con todo el corazón. Uno tiene pasión y celo por las cosas y las personas que se aman de verdad, que nos interesan profundamente y en las que tenemos puesta toda nuestra confianza, toda nuestra seguridad.
¿Nuestro anhelo hoy es Dios, los demás? Hoy vivimos por tener trabajo, educación de los hijos, seguridad de vida, vacaciones, buenas comodidades... Pero rara vez el celo y pasión por la Casa de Dios nos consume como a Jesús.
Hablar de la Casa de Dios no es hablar de las cosas de la Iglesia, que también son suyas. Es hablar de sus cosas, de su causa, de lo que para Él es sagrado. Para Dios lo sagrado son las personas, la justicia, la paz, el Reino. Los cristianos a veces ponemos más pasión en las tradiciones, en los ritos... y nos olvidamos de la realidades que de verdad a Dios le importan.
Gracias al Resucitado, los bautizados nos convertimos en auténticos templos de Dios en los que habita el Espíritu Santo. Somos templos de Dios e históricamente los primeros cristianos no tenían templos hasta varios siglos después, ya que eran conscientes de que ellos mismo eran los templos de Dios. Y cada uno de esos templos humanos es para Dios más sagrado que la más grande de las catedrales. Por eso, destruir un templo vivo es el peor de los sacrilegios, y sin embargo se cuentan por millones los templos profanados: hambrientos, esclavos, torturados, masacrados, drogadictos, prostitución, mafias... Y ante ello, ¿miramos para otro lado o alzamos con Jesús el látigo de la libertad, de la verdad, de la justicia, del amor? Tenemos que defender lo que es de Dios y dar también culto a Dios preocupándonos por sus cosas y por quienes somos su casa.
Un culto a Dios sin defensa de la dignidad de los hombres y mujeres de nuestro tiempo es convertir la casa de Dios en un mercado.
En esta Cuaresma recupera tu dignidad de templo de Dios y ayuda a que los demás también la mejoren. Da verdadero culto a Dios y procura que el pecado de tener y de ser más que nadie no te devore, sino la pasión de querer hacer de tu vida una verdadera casa de Dios.
Emilio José Fernández, sacerdote.