En el desierto de la Cuaresma, tan necesario para el encuentro con Dios y con nosotros mismos, venceremos nuestras tentaciones con la fe y con nuestra conversión. |
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El Miércoles de Ceniza iniciábamos la Cuaresma como tiempo litúrgico de preparación para la celebración de la fiesta más importante de los cristianos, la Pascua. En la Cuaresma estamos invitados a la conversión personal y comunitaria, que consiste en nuestra reconciliación con Dios y con los hermanos, a través del sacramento de la Penitencia, y con un cambio en nuestra vida que nos acerque más a Dios y a los hermanos, desechando de nosotros todo aquello que nos impide alcanzar la santidad.
El texto del evangelio de Marcos que hoy se proclama en la liturgia de toda la Iglesia es más bien breve pero al mismo tiempo viene cargado de mucho contenido, propicio para ayudarnos en este tiempo cuaresmal, pues nos hace referencia a las tentaciones que en el desierto, durante cuarenta días, Jesús tuvo que soportar.
Jesús ha sido bautizado en el río Jordán por Juan el Bautista, momento en el que Dios Padre se ha manifestado reconociendo que Jesús es su Hijo amado. Empujado por el Espíritu Santo, el Hijo de Dios se retira al desierto como lugar y espacio de discernimiento, de oración y de soledad en el que poder reflexionar, digerir lo acontecido, ordenar la vida y plantearse cómo va a realizar la misión que Dios le encomienda.
Jesús humanamente se encuentra con unas necesidades y con unas posibilidades que hasta pueden llegar a atormentarle porque son tentaciones propuestas por el diablo, y, por otro lado, siente el deseo profundo de cumplir la voluntad de Dios y de agradarle en todo. Mateo y Lucas nos dan detalles de la naturaleza de estas tentaciones, algo que Marcos omite pero que sí presenta en la narración de toda la vida de Jesús, en donde vamos conociendo las tentaciones a las que Jesús se ha de enfrentar. De esta manera Marcos nos da a entender que toda la vida de Jesús está llena de tentaciones, está en una opción constante por servir al Reino de Dios, y en un conflicto continuo con los poderes terrenos representados en el poder político y en poder religioso.
Jesús aparece como aquel que ha tenido experiencia personal de Dios en el bautismo, pero también como aquel que es de condición humana y ha experimentado la debilidad en las tentaciones del desierto. No se trata de dos experiencias opuestas o enfrentadas sino que están vinculadas. El Espíritu Santo que ha recibido en el bautismo es el mismo que lo empuja al desierto, porque Dios no lo aparta de la historia sino que lo hace formar parte de la historia humana, con sus luchas interiores, como también hace con cada uno de los bautizados.
El desierto en la mentalidad judía es el escenario de la prueba y de la tentación, donde se encuentran y habitan los espíritus malos. Pero también es lugar de encuentro con Dios, de oración, de conversión, de descanso, de discernimiento, de encuentro personal, de superaciones... Es lugar de lucha y lo es de paz, de enfrentamiento con el Mal y de sentir la ayuda de Dios.
Jesús estuvo cuarenta días en el desierto, se trata de una cifra simbólica en la Biblia, pues cuarenta años tardó el pueblo de Dios en atravesar el desierto hasta llegar a la Tierra Prometida; cuarenta días, con sus noches, duró el diluvio universal; cuarenta noches permaneció Moisés en el monte dentro de la nube; cuarenta días anduvo Elías por el desierto antes de llegar al Monte del Señor. Por tanto, cuarenta días, noches o años es un periodo muy largo en el que se vive algo fundamental y que se convierte en una experiencia existencial, en una experiencia que te cambia la vida.
Jesús es tentado, según Marcos, no sólo en el desierto sino a lo largo de toda su vida, en situaciones que parecen superarle y que ponen de manifiesto su condición humana y también su amor a Dios, pues a pesar de las oscuridades, dudas, miedos... permanece fiel y obediente a Dios como sucederá antes de morir, en el monte Getsemaní o de los Olivos.
El pueblo de Dios tiene su etapa de desierto tras la liberación de Egipto. Jesús, el nuevo Hombre, también tiene esa experiencia de desierto. Y cada hombre y mujer, todo bautizado, tiene esa experiencia humana y espiritual del desierto. El desierto forma parte de nuestra vida y de nuestro camino espiritual. La crisis, el sufrimiento, las dudas, la oscuridad, la debilidad, lo incierto de lo que nos rodea... nos hacen sentir una soledad existencial y una calle sin salida, pero lo importante es cómo lo vivo y qué sucede después. Me puedo quedar en el desierto y hasta puedo perder la fe. Pero puedo conseguir la paciencia y la esperanza que me hacen permanecer fiel y sin abandonar, ganando en confianza y en amor a Dios.
Jesús comienza su vida pública en una situación delicada y de tensión por la muerte de Juan el Bautista, y pasa de las tentaciones o dudas a la decisión y la acción comprometida, de la experiencia de Dios al anuncio incansable del Reino de Dios. Este proyecto de vida y esta misión del Reino de Dios se nos presenta como un riesgo que Jesús ha de sentir cada día, porque toda actuación verbal o de hechos supone vivir en tensión y en peligro.
Jesús vive su misión fuera del centro religioso que es Jerusalén y se va a la periferia que es Galilela, zona hostil habitada por gentiles e impuros. No vemos a un Jesús acomodado sino entregado en cuerpo y alma al Reino de Dios, a las personas, a los más necesitados de Dios y de su amor.
Jesús nos invita a la conversión y a creer en el Evangelio, que en definitiva es lo mismo. Estamos llamados a formar parte del Reino de Dios, pero ello conlleva un esfuerzo diario y permanente. Es algo que tenemos que conquistar a lo largo de nuestra vida, pues cuando lo alcanzamos se prolonga tras nuestra resurrección. Convertirse es desear con mayor intensidad el dejar de ser pecador para ser más santo, ser un hombre y una mujer de Dios. Requiere de la gracia pero también de mi libre voluntad. Vivir el Evangelio es vivir la vida al estilo de Jesús, centrándome en el amor a Dios y en el amor al prójimo, en la construción de un Reino que es un don, que es buena noticia, que requiere acogida por mi parte. Sin fe y sin conversión yo mismo me cierro las puertas del Reino de Dios, aunque Dios me tiene las de su corazón siempre abiertas. Dios quiere lo mejor para mí, pero, ¿a caso lo quiero yo también? A veces somos nosotros mismo los que ponemos muros a nuestra felicidad.
Convertirse es como volver a nacer, como volver a empezar, como querer que todo cambie y se haga nuevo. Humanamente es imposible, pero con Dios no sólo es posible sino que se convierte en un regalo. La Cuaresma es un regalo, una llave para que puedas entrar en el mundo de Dios viviendo en este mundo terreno de tensiones, sufrimientos y cansancios, trabajando para que este mundo humano sea cada vez más de Dios: un mundo de paz, de justicia, de vida, de verdad. Esa es la Buena Noticia que hemos de vivir y que hemos de anunciar. Pero antes, no lo olvides, debes convertirte y creer en el Evangelio.
El texto del evangelio de Marcos que hoy se proclama en la liturgia de toda la Iglesia es más bien breve pero al mismo tiempo viene cargado de mucho contenido, propicio para ayudarnos en este tiempo cuaresmal, pues nos hace referencia a las tentaciones que en el desierto, durante cuarenta días, Jesús tuvo que soportar.
Jesús ha sido bautizado en el río Jordán por Juan el Bautista, momento en el que Dios Padre se ha manifestado reconociendo que Jesús es su Hijo amado. Empujado por el Espíritu Santo, el Hijo de Dios se retira al desierto como lugar y espacio de discernimiento, de oración y de soledad en el que poder reflexionar, digerir lo acontecido, ordenar la vida y plantearse cómo va a realizar la misión que Dios le encomienda.
Jesús humanamente se encuentra con unas necesidades y con unas posibilidades que hasta pueden llegar a atormentarle porque son tentaciones propuestas por el diablo, y, por otro lado, siente el deseo profundo de cumplir la voluntad de Dios y de agradarle en todo. Mateo y Lucas nos dan detalles de la naturaleza de estas tentaciones, algo que Marcos omite pero que sí presenta en la narración de toda la vida de Jesús, en donde vamos conociendo las tentaciones a las que Jesús se ha de enfrentar. De esta manera Marcos nos da a entender que toda la vida de Jesús está llena de tentaciones, está en una opción constante por servir al Reino de Dios, y en un conflicto continuo con los poderes terrenos representados en el poder político y en poder religioso.
Jesús aparece como aquel que ha tenido experiencia personal de Dios en el bautismo, pero también como aquel que es de condición humana y ha experimentado la debilidad en las tentaciones del desierto. No se trata de dos experiencias opuestas o enfrentadas sino que están vinculadas. El Espíritu Santo que ha recibido en el bautismo es el mismo que lo empuja al desierto, porque Dios no lo aparta de la historia sino que lo hace formar parte de la historia humana, con sus luchas interiores, como también hace con cada uno de los bautizados.
El desierto en la mentalidad judía es el escenario de la prueba y de la tentación, donde se encuentran y habitan los espíritus malos. Pero también es lugar de encuentro con Dios, de oración, de conversión, de descanso, de discernimiento, de encuentro personal, de superaciones... Es lugar de lucha y lo es de paz, de enfrentamiento con el Mal y de sentir la ayuda de Dios.
Jesús estuvo cuarenta días en el desierto, se trata de una cifra simbólica en la Biblia, pues cuarenta años tardó el pueblo de Dios en atravesar el desierto hasta llegar a la Tierra Prometida; cuarenta días, con sus noches, duró el diluvio universal; cuarenta noches permaneció Moisés en el monte dentro de la nube; cuarenta días anduvo Elías por el desierto antes de llegar al Monte del Señor. Por tanto, cuarenta días, noches o años es un periodo muy largo en el que se vive algo fundamental y que se convierte en una experiencia existencial, en una experiencia que te cambia la vida.
Jesús es tentado, según Marcos, no sólo en el desierto sino a lo largo de toda su vida, en situaciones que parecen superarle y que ponen de manifiesto su condición humana y también su amor a Dios, pues a pesar de las oscuridades, dudas, miedos... permanece fiel y obediente a Dios como sucederá antes de morir, en el monte Getsemaní o de los Olivos.
El pueblo de Dios tiene su etapa de desierto tras la liberación de Egipto. Jesús, el nuevo Hombre, también tiene esa experiencia de desierto. Y cada hombre y mujer, todo bautizado, tiene esa experiencia humana y espiritual del desierto. El desierto forma parte de nuestra vida y de nuestro camino espiritual. La crisis, el sufrimiento, las dudas, la oscuridad, la debilidad, lo incierto de lo que nos rodea... nos hacen sentir una soledad existencial y una calle sin salida, pero lo importante es cómo lo vivo y qué sucede después. Me puedo quedar en el desierto y hasta puedo perder la fe. Pero puedo conseguir la paciencia y la esperanza que me hacen permanecer fiel y sin abandonar, ganando en confianza y en amor a Dios.
Jesús comienza su vida pública en una situación delicada y de tensión por la muerte de Juan el Bautista, y pasa de las tentaciones o dudas a la decisión y la acción comprometida, de la experiencia de Dios al anuncio incansable del Reino de Dios. Este proyecto de vida y esta misión del Reino de Dios se nos presenta como un riesgo que Jesús ha de sentir cada día, porque toda actuación verbal o de hechos supone vivir en tensión y en peligro.
Jesús vive su misión fuera del centro religioso que es Jerusalén y se va a la periferia que es Galilela, zona hostil habitada por gentiles e impuros. No vemos a un Jesús acomodado sino entregado en cuerpo y alma al Reino de Dios, a las personas, a los más necesitados de Dios y de su amor.
Jesús nos invita a la conversión y a creer en el Evangelio, que en definitiva es lo mismo. Estamos llamados a formar parte del Reino de Dios, pero ello conlleva un esfuerzo diario y permanente. Es algo que tenemos que conquistar a lo largo de nuestra vida, pues cuando lo alcanzamos se prolonga tras nuestra resurrección. Convertirse es desear con mayor intensidad el dejar de ser pecador para ser más santo, ser un hombre y una mujer de Dios. Requiere de la gracia pero también de mi libre voluntad. Vivir el Evangelio es vivir la vida al estilo de Jesús, centrándome en el amor a Dios y en el amor al prójimo, en la construción de un Reino que es un don, que es buena noticia, que requiere acogida por mi parte. Sin fe y sin conversión yo mismo me cierro las puertas del Reino de Dios, aunque Dios me tiene las de su corazón siempre abiertas. Dios quiere lo mejor para mí, pero, ¿a caso lo quiero yo también? A veces somos nosotros mismo los que ponemos muros a nuestra felicidad.
Convertirse es como volver a nacer, como volver a empezar, como querer que todo cambie y se haga nuevo. Humanamente es imposible, pero con Dios no sólo es posible sino que se convierte en un regalo. La Cuaresma es un regalo, una llave para que puedas entrar en el mundo de Dios viviendo en este mundo terreno de tensiones, sufrimientos y cansancios, trabajando para que este mundo humano sea cada vez más de Dios: un mundo de paz, de justicia, de vida, de verdad. Esa es la Buena Noticia que hemos de vivir y que hemos de anunciar. Pero antes, no lo olvides, debes convertirte y creer en el Evangelio.
Emilio José Fernández, sacerdote.