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En este domingo del Adviento se hace muy presente el camino, que en la simbología bíblica alude al devenir de la vida de todo ser humano y de todo creyente, una vida que no puede ser estática porque la fe nos hace estar siempre en movimiento. El camino se hace en el día a día y nos permite ir en una dirección, tener una misión y tener una meta.
Marcos inicia su escrito evangélico como el anuncio de una Buena Noticia, como Evangelio. Marcos tiene claro que el Evangelio es una persona: Jesús de Nazaret; pero al mismo tiempo lo identifica con dos títulos posteriores a la Pascua y con los que la Iglesia lo proclama: Mesías e Hijo de Dios. En los posteriores relatos de Marcos se irá descubriendo quién es Jesús, a través de sus palabras y acciones, con el fracaso de su muerte y la victoria de su resurrección.
La palabra Evangelio utilizada por Marcos y que se atribuye a Pablo su origen, es clave en el lenguaje cristiano y en la vida de todo bautizado, porque nuestra vida, nuestra vocación, nuestra misión y nuestra meta es la vivencia y el anuncio del Evangelio, que es el mismo Cristo, porque toda la vida y la obra de Jesús es el Evangelio.
Hoy nos encontramos con el personaje que abre el Nuevo Testamento y que cierra el profetismo del Antiguo Testamento. Juan el Bautista, que aparece en los evangelios emparentado con Jesucristo, será la voz potente de Dios que rompa el silencio del desierto y que prepare ese nuevo camino al Mesías anunciado por los profetas. Juan es el mensajero que antecede al Mesías y viste igual que el profeta Elías, que denunció el sistema social, político y religioso de su tiempo. La forma de vida y de ser del Bautista no es atrayente ni en su época ni en la nuestra, pues es un personaje incómodo.
Juan aparece en el desierto y no en el Templo de Jerusalén, y no es agradable su mensaje porque anuncia un bautismo de conversión, de transformación de la vida de una manera radical y llena de humildad. No se hace el protagonista de su mensaje porque no habla de él mismo sino de otro, de quien es el centro y el primero, al que da paso. Juan subraya su inferioridad frente a Jesús, al que destaca y al que coloca como el principal. La fuerza y el don del Espíritu Santo están presentes en el Mesías y serán signos identitarios tal y como se había anunciado por los profetas.
Preparar el camino es nivelar la vereda, que no haya baches, siendo un signo de la igualdad y de la justicia. No es suficiente una conversión o cambio interior, sino que se requiere un cambio de todo, incluyendo la sociedad y el mundo: una sociedad y un mundo nuevos. Este cambio de la humanidad no se puede hacer sin Dios y al margen de Dios, es necesaria la instauración de su Reino de amor y de fraternidad.
Por eso la venida de ese Reino y del Mesías es la Buena Noticia que anuncia Juan: un Reino de vida y de perdón, que ya no se adquiere mediante los sacrificios de animales sino con un bautismo de conversión, que transforma los corazones y compromete en la colaboración para construir entre todos un mundo mejor. Para lo cual hay que adentrarse en el desierto, un lugar inhóspito pero signo de la liberación para dejar de ser esclavos, lugar de prueba, de sed y tentación, de superación y enamoramiento, quedando el Templo de Jerusalén, dirigido por los sacerdotes, como lugar estéril. Dios ofrece su salvación a los pecadores, al pueblo, el cual ha sido excluído por sus dirigentes. Este gran cambio que nos desconcierta es la Buena Noticia.
El profeta Juan invita a la esperanza que no es un optimismo sin más, pues la esperanza cristiana es un nuevo talante con el que enfrentarse a la vida. La esperanza es saber que lo anunciado ya está aconteciendo, que el Señor ya está viniendo. A pesar de que perdamos la esperanza humanamente porque vivimos en un mundo a veces caótico, Dios está viniendo en medio de nuestros trabajos, sufrimientos, luchas, alegrías y gozos... El creyente tiene su confianza puesta en el Señor, lo cual le anima a vivir, a no dejar de caminar, porque cada día es un don de Dios y una ocasión para hacer el bien, para preparar la venida del Señor.
Todos los bautizados tenemos la dimensión profética como identidad (somos profetas) y como misión (somos testigos que anuncian con sus palabras y con sus vidas). Muchas veces somos profetas pasivos o en "el paro": porque como discípulos de Jesús no actuamos como profetas, ya sea por comodidad, por miedo o vergüenza, o ya sea por el cansancio de la frustración, ya que parece que predicamos en el desierto, en lugares donde nadie nos escucha ni hace caso.
Nosotros no somos los "Salvadores" de este mundo, sino que, con humildad, somos un instrumento de Dios para ayudarle a cambiarlo. Somos un instrumento para anunciar el Evangelio que es Jesucristo. Pero a veces nuestra vida anda desafinada y tenemos que vivir un proceso de conversión que nos haga más auténticos. Para eso Dios, a través de la Iglesia, nos regala el Adviento, como taller en el que reparar y mejorar lo que Dios ha creado en cada uno de nosotros. Porque quiere encontrar con su venida un corazón nuevo en ti, no distinto al que te ha dado, sino el tuyo de siempre pero recuperado y restaurado.
Emilio José Fernández